Cuando un cine cierra o por qué ver la película era casi lo de menos para una generación

El drama que no cesa. El de los cines que cierran sus puertas para siempre. Los últimos en caer han sido las emblemáticas salas de Conde Duque de Santa Engracia y Alberto Aguilera de Madrid, reducto de cinéfilos de versión original que encontraban en su cartelera las películas que no tienen cabida en las multisalas de centro comercial. Pero el cierre de una sala es algo más que un síntoma de cuánto ha cambiado la forma en que consumimos películas, ahora perfectamente alineadas en el menú de tu plataforma de streaming favorita.

Los uppers bien sabemos que hubo un tiempo en el que ir al cine era algo más (mucho más) que simplemente ir a ver una película. Era un acto social, era compartir un espacio en el que reír, llorar y soñar colectivamente, incluso cuando la cinta de turno tampoco valía mucho la pena. La paulatina desaparición de cines en nuestras ciudades simboliza como pocas otras cosas el fin de toda una época.

Días atrás el escritor y profesor Alejandro Gándara reflexionaba en su Instagram sobre esta hecatombe cultural. Incidía en esa idea del cine como "un lugar de encuentro", una especie de "iglesia laica" en la que se reunían los feligreses no solo con el único propósito de atender a la homilía del cura. "En los pueblos y en los barrios era el lugar donde se veía a los otros, se les juzgaba, se les buscaba, se les observaba, se producían los encuentros casuales y los deseables".

Rito de enamorados y bálsamo para la soledad

Ir al cine podía significar muchas cosas diferentes, dependiendo de la edad y de la situación: "Era un rito para los enamorados y una manera de darle compromiso a la relación. Invitar al cine o ver a una pareja en el cine tenía consecuencias". Para los solitarios, en cambio, "era el espacio donde, entre la gente, entre las conversaciones y las pipas, se redimían un poco de su soledad, porque tenían dónde ir, gente con la que rozarse, palabra y calor humano, aunque solo fuera por contigüidad".

Y, por supuesto, el acto de ir al cine también era "la espera de toda una semana, un plan, una elección con los tuyos, la promesa de un relato que venía de otro mundo y que centraba las conversaciones y los temas. Era magia contra el desamparo (...) La tristeza es pasajera. La magia de las imágenes compartidas es lo que dura, lo que vale, lo que nos sostiene".

La experiencia de la pantalla grande

Que esos templos que invocaban a los sueños colectivos estén desapareciendo o reconvirtiéndose en bazares, tiendas de ropa o bloques de viviendas y cada vez nos dé más pereza aventurarnos a salir ahí fuera a degustar una película en el cine y prefiramos la comodidad del mando a distancia dice mucho de cómo hemos cambiado como sociedad. O lo dice todo.

Menos mal que aún quedan románticos como Tom Cruise. Dicho sin ironías. En el último Festival de Cannes hizo una defensa encendida de la magia del cine: "Hago películas para la pantalla grande. No es lo mismo ver una película en la televisión que la experiencia de la gran pantalla. Mis películas no saldrán directamente en las plataformas. Ir al cine es lo que más me importa. Allí estamos todos unidos, aunque hablemos diferentes idiomas y vengamos de diferentes culturas. Cuando nos sentamos en un cine, formamos una gran comunidad que nos permite compartir la experiencia".

Claro, que hay que tener millones de dólares a tu disposición y ser la mayor estrella de Hollywood para poder decir eso. Pero si Cruise respalda esa declaración de intenciones con una película como 'Top Gun: Maverick', construida al viejo estilo y diseñada para brillar de verdad en la inmensidad de la gran pantalla, por lo menos algo habrá que agradecerle.