"Vivir entre costumbres", por Juan Tallón

  • ¿Proporciona la repetición una secreta seguridad?, el escritor reflexiona sobre ello.

  • "La situación más crítica para un humano es el día que sus costumbres quedan suspendidas"

  • "Podrías estar horas citando costumbres: la de quedar el viernes, la de llamar a tu madre, la de cenar ensalada, la de un podcast..."

Tener una costumbre es una pasión viejísima y sana, y, por supuesto, lo contrario de sana. Dependerá de la costumbre y de lo lejos que estés dispuesto a llevarla. «Depender» es un verbo lamentable, que lo diluye todo hasta restar cualquier atractivo a la idea con la que lo confrontamos.

Hay menos obstáculos para concluir que una costumbre es algo verdaderamente extraño, porque se trata de hacer muchas veces una cosa de la misma manera, durante muchísimo tiempo, sin cansarse de ella. Supongo que la repetición proporciona una secreta seguridad, que se impone a la amenazante presencia del aburrimiento, que por lo general emerge en el momento sabemos cómo y cuándo van a pasar la cosas.

El cuento de Fitzgerald

Existe en toda costumbre un poder agazapado, quizá invencible. Hay un cuento de Scott Fitzgerald, titulado «Cabeza y hombros», en el que Horace Tarbox, su protagonista, un joven y prometedor universitario, tiene una cita con una actriz llamada Marcia Meadow. En un momento dado, Marcia lo interrumpe y le dice: «Eres encantador. Ven y dame un beso». Horace se detiene al oírla.

«¿Por qué quieres que te dé un beso? ¿Vas por ahí repartiendo besos?», pregunta. «Claro que sí. Eso es la vida: ir por ahí repartiendo besos», afirma Marcia Meadow, segura de sí misma. Horace objeta entonces: «En primer lugar, la vida no es solo eso, y, en segundo lugar, no quiero besarte podría convertirse en una costumbre, y soy incapaz de dejar mis costumbres».

La vida parece más llevadera si entre todo lo nuevo que te sale al paso encuentras tiempo para repetir lo viejo. Cuando no sabes qué hacer, porque no hay nada que hacer, o al revés, porque hay muchísimo, optas a menudo por hacer lo de siempre, y te parece que así salvas el día. Podrías estar horas citando costumbres: la de quedar el viernes, la de llamar a tu madre, la de cenar ensalada, la de un podcast, la de levantarse a las siete y cinco, la de la camisa blanca, la de pedir al chino, la del bar de al lado, la de mirar le móvil, la de ver El Padrino II, la de los libros de Anne Ernaux…

¿Admite la costumbre un cambio?

La costumbre admite también la severidad. En Los últimos días de Emmanuel Kant, Thomas de Quincey nos acerca a la cotidianeidad del filósofo casi con lupa. En las comidas con amigos era «un severo seguidor de la regla de Lord Chesterfield», personaje que, al efecto de dar gravedad a su regla, el propio Kant se inventó. El transcurso usual, que no debía alterarse bajo ninguna circunstancia, era el siguiente: Lampe, el criado del profesor, entraba en el estudio con el anuncio de que la mesa estaba dispuesta.

«Por el camino que conducía al comedor, Kant hablaba del tiempo. Cuando se sentaba y desdoblaba la servilleta, inauguraba la ronda con una fórmula sencilla: «¡Bueno, señores!». Cada comensal se servía a sí mismo, y los temas de conversación provenían de la filosofía de la naturaleza, de la química, la meteorología, la historia natural y, sobre todo, la política. Y así todo en la vida de Kant: pura costumbre.

Por supuesto, la costumbre admite el cambio. No tiene por qué ser para toda la vida. Solo no cambia que necesitas costumbres. La tienes y te aferras a ellas. Por eso, la situación más crítica para un humano es el día que sus costumbres quedan suspendidas, como cuando cierra tu restaurante preferido, o son derrotadas por el aburrimiento, como cuando te cansas de llevar vaqueros, o desaparecen por la ausencia, como cuando muere el amigo con el que te veías cada sábado. La paz se restablece cuando se instaura en el hueco otra costumbre, algo que sea temporalmente para siempre.