Jaime Rocha, exespía del CNI (80 años): confesiones de una vida de silencio absoluto

  • Militar y miembro de los servicios de inteligencia españoles, nos relata una vida de identidades y personalidades múltiples, aprendiendo a mentir para no ser delatado

  • A sus 80 años, el exagente se dedica a novelar sus recuerdos. Su primer libro lo escribió para explicar a su familia qué hizo exactamente durante esos 28 años de discreción absoluta. El resto es novela

  • Confiesa que aún mantiene algún tic, como sentarse de espalda a la pared o tomar las curvas muy abiertas para tener mayor visión

A Jaime Rocha le salió el brazo izquierdo demasiado ágil. Tan ágil que, antes de que alguien termine de pedir un voluntario, ya lo tiene levantado. Lo cuenta con gracejo gaditano a Uppers para justificar sus 28 años como espía al servicio de inteligencia español. Siendo franco, para explicarle a su esposa, Carmen, y a sus cinco hijos qué hizo exactamente durante todo este enigmático tiempo necesitó contarlo en un libro a modo de memoria que tituló 'Operación El Dorado Canyon' (2020). Página a página, desembrolla a su familia las escaramuzas de aquel agente español trasladado por el extinto CESID a Libia para localizar a Gadafi en abril de 1986, convirtiéndose en la única fuente de información sobre el terreno.

Vivir para contarlo

Tiene 80 años y estos últimos los está dedicando a recuperar recuerdos en una especie de imaginería mental que le lleva a momentos muy precisos y a detalles específicos relacionados con cada episodio. Una vez saldada esa deuda familiar gracias a su opera prima editorial, escribió el segundo libro, 'El Muro' (2021). En él ya se permite novelar todo lo que vivió como tapadera de agregado cultural en la Embajada española en Praga durante la caída del comunismo, a finales de los 80, después de 45 años en el poder. "Europa era un auténtico hervidero y el entonces director del CESID, el general Manglano, por quien siento una gran admiración, no dudó en enviarme allí. Mi misión no era dar cuenta de lo que estaba pasando, sino descubrir qué iba a pasar".

Un negocio trampa en el País Vasco para espiar a ETA

Fueron años de enigma, identidades múltiples, viajes repentinos y negocios que servían de pantalla, como aquel que montaron en el País Vasco con el fin de entrar en contacto estrecho con miembros de ETA y tenerlos localizados. Fue, sobre todo, un tiempo de silencio, absoluta discreción y reserva. Incluso para Carmen, la vida de Rocha era una continua incógnita. ¿Cómo iba a explicarle que estaba ayudando, por ejemplo, a interceptar un cargamento de armas para ETA o que dos espías de la Stasi, el servicio secreto de la Alemania del Este, habían sido envenenados por sus propios colegas? "No hace demasiado -dice-, me contó que, para imaginar dónde podría estar metido, escuchaba las noticias e intuía que allí donde había conflicto estaría su esposo".

Rocha, a quien le gusta cubrir su cabeza con sombrero panamá, quizás para observar sin ser visto, se retiró en 2007, pero confiesa que aún mantiene comportamientos de espía. "Si voy a un restaurante, me siento en la última mesa y de espalda a la pared. Y las curvas las tomo abiertas para tener mayor visión de quién puede venir de frente". También revisa el coche antes de arrancarlo. Son hábitos que adquirió en su momento y sospecha que serán para toda la vida.

¿Cómo se ganaba la confianza de las fuentes que le surtían de información? Era una estrategia trifásica. Primero te acercas compartiendo experiencias. El factor humano, y sobre todo la empatía, es clave en este oficio. En segundo lugar, interviene el chantaje económico. Y si aún no es suficiente, la intimidación.

El miedo delata al espía

"Aprendes a mentir y a disimular sin mover un músculo de la cara. La inteligencia emocional es clave porque para un extranjero occidental entrar y salir de un país en guerra es difícil, por muy camuflado que vayas. En Libia me hice pasar por ingeniero de una empresa que tenía intereses allí. No sufrí incidencias graves, salvo alguna parada y registros de rutina. Hubo momentos difíciles en los que tuve que salir corriendo o cambiar el vuelo, pero se resolvieron bien". El principal delator dice que suele ser el miedo. "Te paraliza y te descubres tú mismo", asegura con conocimiento de causa después de pasar horas con una identidad falsa en un interrogatorio en una gendarmería de Marruecos. Ahí tuvo que mantener el tipo, mostrarse sereno e interpretar la personalidad que llevaba en ese momento. Cuando le preguntamos si mentía bien, no duda en afirmar que sí. ¿Cómo no, si le iba la vida en ello?

Cada mes cambiaba mi identidad por otra nueva

"Todos los servicios tienen una división de contraespionaje -detalla-. Son los encargados de detectar la presencia y las actividades de los servicios extranjeros en nuestro país o en el extranjero que afecten a nuestros intereses económicos, políticos, sociales, militares o cualquier otro tipo. Si es un buen espía, no lo detectarán. A mí no me detectaron. Si ocurre, dependiendo del país del que se trate, las consecuencias pueden ser muy distintas". Como es natural, Rocha tomaba sus precauciones. Aparte de gestionar bien esas emociones, como el miedo, que pueden ser tan reveladoras, cambiaba de identidad continuamente. "Cada mes, más o menos, iba a la Comisaria General de Documentación y allí entregaba mi identidad antigua y me daban la documentación de la nueva", explica. Sus iniciales eran siempre JR. A partir de ahí, unas veces era José Rodríguez y otras Juan Ramírez, por ejemplo. No era solo el nombre, también la personalidad. Casi siempre se inspiraba en algún amigo con una profesión que conocía y con la que podía desenvolverse bien.

Todo empezó con una cerveza "envenenada"

La pregunta que le repiten a Rocha es cómo nació su vocación de espía. Si fue de cuna, si quiso emular a James Bond, que por entonces ya triunfaba en el cine, o si leyó a John le Carré, el escritor que, curiosamente, murió el mismo día, 12 de diciembre de 2020, en el que el agente español entregaba 'El Muro' a su editor. Su explicación es bastante más prosaica. "Nací en Marruecos y fui criado hasta los doce en Valencia y luego en Cádiz. Mi padre era militar y yo decidí seguir sus pasos. En 1979, destinado en la base de Rota como oficial de marina, recibí la llamada de una persona del servicio de inteligencia citándome en un conocido hotel de Cádiz para tomar una cerveza, que resultó envenenada -añade entre bromas- porque lo que me dijo fue que me necesitaban para el servicio de inteligencia del Alto Estado Mayor".

En ese momento se le ocurrieron tres preguntas: "En primer lugar, qué se hacía ahí y me dijeron que ya me enteraría. La segunda fue si yo servía y me respondieron que sí. Por último, pregunté si ganaría más dinero y me aseguraron que no. El CESID necesitaba una gente con unas características personales y de formación. Supongo que habrían estudiado el personaje y, efectivamente, no se equivocaron. Estuve 28 años". Entró en el servicio y lo primero que hizo fue un curso teórico práctico donde le enseñaron una serie de medidas de seguridad. Por ejemplo, era obligatorio ir siempre armado. Él llevaba un revólver del 38 en una tobillera.

Lo más duro fue que ya habían nacido sus cinco hijos y se iba sin dar explicación de dónde ni para qué. "Carmen se hizo cargo de la crianza en solitario y lo hizo muy bien. Mis hijos sabían que era marino y, por tanto, los desplazamientos formaban parte de la profesión. Eran demasiado pequeños para pedir otro tipo de justificaciones", recuerda.

Hasta aquí puede contar. Ya tiene casi lista su tercera novela. El resto, que es mucho, se quedará en el registro de su memoria y en los documentos clasificados.