Juan Villoro: "Mi padre sólo me dio un beso en su vida y sólo le vi llorar una vez"

  • Considerado uno de mejores escritores y cronistas mexicanos, con decenas de premios a sus espaldas, Villoro regresa con una indagación emocional de su padre, el filósofo catalán Luis Villoro

  • Lo hace a través de sus recuerdos, personas que lo conocieron y ayudado por su propia madre, a quien entrevista en el último capítulo

  • Criado en un internado belga, huérfano de padre y de familia acomodada, Luis Villoro se convirtió en un referente para la revolución del Subcomandante Marcos

Han tenido que pasar 66 años y una década desde su muerte, para que Juan Villoro haya podido escribir un libro sobre su padre. A veces, para ‘matar’ bien, con amor, hay que revivir. “Eso quiere decir que no soy precoz”, bromea, con todo Madrid a sus pies, desde un salón de amplios ventanales en el Círculo de Bellas Artes. En realidad, ha estado muy presente en otras de sus obras, pero no así. No como en ‘La figura del mundo’, cuya portada es un niño coloreando la sombra de un adulto: toda una declaración (doble) de intenciones. “Quería investigarlo emocionalmente, me lo debía: en la medida en que yo le indagaba, me indagaba a mí mismo”, explica.

“¿Te importa ponerte a este lado? Tras la pandemia apenas oigo por el izquierdo”, pide con amabilidad antes de entrar en harina, cuando nos quedamos los dos solos, rodeados de centenares de sillas varías antes de su charla. Empieza explicando qué ha intentado hacer, es decir, desde dónde está enfocando el hijo. Hay mucho que amasar y quiere dejar clara la receta de este pan, porque sabe bien cómo se narran los relatos (y las entrevistas): qué frases son clave, cuáles ubican, cómo jerarquizar la información. Al fin y al cabo, es uno de los maestros de la crónica en español.

Así que subraya enseguida que ‘La figura del mundo’ no es un ajuste de cuentas ni una alabanza ni una biografía, sino el relato de la mirada de un hijo sobre su progenitor. “Él era muy refractario a los afectos y a las cercanías, solo le interesaban las ideas. Eso me ha marcado: yo sí necesitaba lo emocional y no podía obtenerlo con él. Ahora bien, mi madre tiene unas pasiones volcánicas y yo he tenido una sobredosis por esa vía”, dice riendo. Aunque puntualiza enseguida que nada de lo escrito nace del rencor: “Para entender al otro tienes que deponer tus pequeños caprichos y reproches”, añade.

Juan se ha puesto a mirar a Luis. A sus contradicciones y su humana imperfección. Un niño observando en silencio, en el sofá, al profesor universitario absorto en las revueltas de mayo del 68. Un adolescente tras el divorcio de sus padres, entusiasmado por su compañía en las gradas de un estadio de fútbol (de ahí su pasión por el Barça). Un joven escritor en su 21 cumpleaños, recibiendo el único de sus besos junto con el reloj del abuelo ("sólo me dio un beso en su vida y sólo le vi llorar una vez"). Un hombre adulto que ve como su padre octogenario se une al movimiento zapatista y decide escribir un texto en el que llama, son generosidad y cierta retranca, “quinto hermano” al Subcomandante Marcos. Un padre de dos hijos, a sus 66, que hace el duelo como mejor sabe (escribiendo) y se pregunta cómo le estarán mirando su propia descendencia.

¿Puede ser este libro el que más vulnerable te deja?

Sí, me costó mucho trabajo porque es muy personal. La literatura tiene la virtud de que te da una máscara para decir verdades. Es como en el Carnaval de Venecia, la gente se pone máscara de diablo o de arlequín para decir cosas sinceras que no se atreve a decir con el rostro desnudo. Es la magia de los personajes: te permiten ser sincero con un disfraz. Pero aquí no: había una vulnerabilidad complicada. Es algo que debía hacer, porque querer a un ser próximo tiene que ver con una forma concreta de imaginarlo.

¿Cómo es eso?

Todos estamos ideando a las personas que queremos. Y yo le debía esto a mi padre porque fue alguien que nunca manifestó sus afectos, era muy reservado, se dedicaba a las ideas, como buen filósofo. Hay un poeta mexicano, Torres Bodet, que al hablar de su madre decía: ‘Mientras más te busco, más me encuentro’. Es un poco esa dinámica: tratas de conocer mejor a alguien y al final del camino estás tú mismo.

¿Has necesitado tener 66 años y que él lleve casi una década fallecido para hacerlo?

Lo he hecho cuando he podido. Era una persona fácilmente admirable en lo profesional: íntegro, con muchos alumnos, activo en la lucha de la izquierda, escribió libros, formó partidos políticos, estuvo en el movimiento estudiantil del 68, fue a dar a la cárcel y luego fue asesor y amigo de los zapatistas. Sin embargo, en su parte afectiva era un misterio: nació en Barcelona, perdió a su padre cuando era muy niño y se crio en internados de jesuitas en Bélgica, de modo que su escuela fue el aislamiento y la soledad. Y aprendió a vivir en ese mundo. No hay nada más cómodo para un filósofo.

Cuentas una escena en el libro en la que estaba sentado en el sofá, en silencio, y tu hermana le preguntó: ‘¿qué haces?’

Y él respondió: ‘pensar’. Exacto. El problema de quien quiere estar a solas es que si tiene hijos los hijos pueden ser una molestia. En una ocasión le pregunté quién era su filósofo favorito de la Ilustración y sin vacilar respondió: Juan Jacobo Rousseau. De inmediato busqué cuál era su relación con la paternidad y descubrí que había tenido cinco hijos pero que los había llevado a un orfanato y luego había escrito una obra maestra sobre cómo educar a un hijo, ‘Emilio o de la educación’. Estaba desconectado de la realidad.

¿Cómo le definirías en tres palabras?

Una persona de extraordinaria inteligencia y honestidad, tratando desesperadamente, y no siempre lográndolo, de sentir.

¿Crees que te hiciste escritor por él?

Creo que una de las cosas por las que escribo es que los textos literarios están llenos de afectos, de emociones, otra manera de entender la realidad que no es la filosofía.

Empiezas el libro con una pregunta potente, la de que si los intelectuales deberían tener hijos.

Es una frase que dice una fotógrafa que tuvo un hijo con un novelista mexicano muy importante y que había pasado por un drama muy fuerte con él. Consideraba que los artistas, al estar volcados con su profesión y abstraídos de la realidad, se dedicaban con celo y egoísmo a su universo y desatendían el mundo donde están las molestias, entre ellas los hijos. Muchos compañeros de mi generación han pasado por traumas fuertes: suicidios, sobredosis, psiquiátricos… por tener padres que vivían en otro mundo. No quiero satanizar a la profesión, lo digo porque cuando mi amiga me dijo esa pregunta mi hija era pequeña y ya era tarde para mí (risas). Y me ha costado trabajo escribir este libro también porque he pensado mucho en mi vida como padre, en la que siempre me siento en falta.

¿Siempre te sientes en falta como padre?

Inevitablemente.

¿Por qué?

No sé, es la zona de la culpa perfecta. Cualquier cosa que afecte a tus hijos sientes que no hiciste lo suficiente. Es inevitable. Y me ha ido relativamente bien con los míos, pero no sabes si te perdonarán lo suficiente.

¿Crees que la relación con tu padre te ha hecho paradójicamente ser mejor padre con los tuyos?

Me gustaría pensarlo. Sé que hay cosas peores en la vida que tener un padre levemente ausente. Lo que sí me parece importante es cómo construimos el afecto hacia alguien, y cómo construimos a esa persona, quién es un ser próximo para nosotros. Es un camino unilateral, él no nos lo va a explicar. Somos nosotros los que tenemos que sacar las sumas y restas de lo que ha sido esa persona, y muchas veces incluso la forma de quererlos tiene que ver con cómo nosotros aprendemos a hacerlo aunque esa persona no haya sido virtuosa. Comprender al otro con sus luces y sus sombras. Siempre el entendimiento es un acto de afecto, aunque lo que te revele ese entender no sea muy positivo. Queremos a la gente no solo a pesar de sus defectos sino por ellos mismos.

¿Te has guardado muchas cosas?

Mi padre tuvo cinco parejas, aparte de muchísimos amoríos, fue un Don Juan muy consistente. No fue una situación fácil para los seres más próximos y no quise entrar en la vida más privada de él o en pleitos que hubo de familias e incluso en pleitos que hubo conmigo. El memorial de agravios que todo hijo tiene, las cosas que te hicieron falta, esas mezquindades, no están: lo que quise es construir una figura no ejemplar, pero desde el entendimiento.

¿Te has quedado en paz?

Sí. Comprendí cosas que no comprendía de mí mismo.

¿Crees que él aprendió algo de ti?

A él le sorprendía mucho mi manera de ser porque soy mucho más emocional.

Con quien sí conectó mucho fue con el Subcomandante Marcos de los zapatistas de Chiapas

Sí, nos llamamos ‘hermanos’.

¿Has tenido alguna sensación como de celos por esa buena relación?

Bueno, a ver. Yo escribí una vez que mi padre tenía cinco hijos y que al que más quería probablemente era al subcomandante Marcos, entre otras cosas porque era el único que había hecho la revolución, ¿y quién puede criticarlo por eso (risas)? Yo no he comandado un ejército ni he tratado de cambiar la realidad, entonces era una competencia difícil. Y mi padre tenía una admiración enorme por Marcos, que ahora es el Subcomandante Galeano, porque hizo su cambio de identidad, y cuando escribí ese texto a él le pareció simpática la idea y desde entonces nos llamamos hermanos. Tengo muy buena relación con él, quiso mucho a mi padre y se entendieron a la perfección: eran personas que estaban todo el tiempo pensando en la transformación del mundo. Yo soy más de cosas más pequeñas, como cambiar una palabra de lugar.

¿Solo le viste llorar una vez?

Hubo dos actos emblemáticos de mi padre en mi vida. Cuando cumplí 21 años y me dio un beso, entregándome el reloj de bolsillo de su padre. Y cuando lo vi llorar fue a los 12 años, en la tumba de su padre en Barcelona. Se sintió sobrecogido por estar con su propio hijo delante de la tumba de un padre que prácticamente no había conocido. Los dos actos emocionales, el beso y el llanto, tuvieron que ver con la figura del padre ausente. Aunque él nunca se mostró muy por la labor de saber quién fue realmente mi abuelo.

¿Crees que a él le hubiese faltado escribir un libro sobre su padre para quedarse en paz?

No creo que le faltase porque canceló eso. Su padre estaba en el cementerio de Monjuic en Barcelona pero fue a dar a la fosa común. Cuando mi padre se entera de esto tiene un retroceso al pasado y dice que quiere vivir en Barcelona, pero que ya está muy mayor, entonces decidimos que yo iría con mi familia y él vendría temporadas. Pero no pasó de ahí. Mi abuelo venía de un pueblo en la franja aragonesa que se llama la Portellada, muy cerca de la Fresneda, en Matarraña. Hoy en día tiene 300 habitantes y 200 se apellidan Villoro, mi abuelo era Miguel Villoro Villoro, en cambio en México somos exóticos porque nadie se apellida así. Entonces le dije a mi padre, 'vamos juntos al pueblo de tu padre', y él me dice: ‘¿para qué quieres conocer un poblacho? No importa’. Le dije: ‘Papá, son las anécdotas de la familia’. Y él dijo: ‘Y qué importan las anécdotas’. Probablemente Kant o Schopenhauer hubieran hecho lo mismo.

Eres muy futbolero y cuentas que te acompañaba al campo

Al investigar sus actos, empecé a recordar los domingos cuando me llevaba al fútbol, porque cuando ellos se divorciaron se convirtió en la actividad ideal: soy un hincha furibundo y a él se le arreglaron los domingos (risas). Cuando pude ir por mi cuenta, decidió abstenerse de ir a los estadios. Entendí que hasta entonces no había ido por ser aficionado sino por ser padre, y me pareció conmovedor. Era una manera de querer estar con el otro sin decirlo.

Haces una entrevista a tu madre como último capítulo

Esa era la parte más temible (risas). Avanzado el libro me di cuenta de que estaba escribiendo en realidad sobre la forma en la que mi madre me había enseñado a mirar a mi padre. Y me pareció que la gran sobreviviente de toda esta historia era ella. Si hay una especie de tribunal decisivo en tu vida es lo que puede decir de ti tu ex pareja, que ya no tiene ningún compromiso contigo y que puede ser tu peor fiscal tras una separación.

¿Se puso en otro sitio ella sabiendo que era para tu libro?

En efecto, se transformó. Empezó a contarme cosas que nunca me había dicho. No metí todas en el libro. Mostró discrepancias fuertes con él, tristezas, pero al mismo tiempo un descubrimiento: cómo ella decidió, si no seguir amándole, porque eso era imposible, sí amar a través de él una idea del amor. Construir una imagen de él que al cariño que se habían tenido le daba una cierta posteridad. Hay muchos boleros que hablan del amor perdido, del despecho, pero hay muy pocas reflexiones sobre conservar el amor cuando ya no lo tienes.

¿Dotarlo de sentido?

Exacto. Es un más allá del amor. Debo decir que mi madre es un poco escéptica respecto a esta teoría mía, pero bueno, quien escribe libros soy yo (risas).

¿Qué le dirías a tu padre si pudieses ahora?

Nada, se ponía muy nervioso con lo emocional. Si le decía ‘te quiero mucho’, le inquietaba demasiado. Si le decía ‘tengo un problema’, igual. Pero si le decía ‘¿qué opinas de Voltaire?’, se venía arriba. Era muy terco con sus ideas.

¿Nunca dijo ‘te doy la razón’?

A veces he soñado que yo discrepo y él me la da, pero eso no deja de ser un sueño (risas). Quizá sí me faltó poderle ganar en su propio campo de las ideas… al menos una partida.

¿Hay un punto de inflexión tras este libro?

Hay que pasar página, sí. La portada me encanta porque es un niño coloreando la sombra de su padre, pero una sombra que ya está coloreada, así que hay que buscar otras.