"Cuánto importa el tamaño de las cosas", por Juan Tallón

  • El periodista y escritor Juan Tallón reflexiona sobre el tamaño de aquello que nos rodea

  • "Cada vez son más pequeños los componentes que hacen que el mundo funcione"

  • "Por supuesto, podemos volver a las cosas manuales, parsimoniosas, torpes, inexactas"

El tamaño de las cosas conduce al asombro. Que algo sea extraordinariamente pequeño o, por el contrario, que sea enorme, descomunal, puede embelesarte. Es fácil que se te escape un "Ohhh" ante un rascacielos, o frente a un desierto, o que se te abra la boca al admirar a una hormiga transportando una mosca muerta, o al pensar en todo lo que se consigue hacer con un teléfono y un solo dedo. Creo que por eso resulta fascinante la escasez mundial de microchips, tan absolutamente pequeños y necesarios para que el mundo como lo conocemos se mueve desde el primer minuto del día: sin ellos no es posible calentar ni la leche.

La imposibilidad de los fabricantes para cumplir con la demanda es una crisis gravísima, y de algún modo extraño, hermosa, porque es nueva. Las crisis energéticas, financieras o territoriales están demasiado vistas, sinceramente. Se agradece un cambio de paisaje. Un cambio, por otra parte, que no vimos venir. Las sorpresas desagradables impresionan a su manera. Podíamos adivinar que escaseasen muchas cosas, pero ¿los microchips? El agua, por ejemplo, sí, o los buenos modales, el uso de expresiones pasadísimas de moda, o los tomates –qué recuerdos– con sabor a tomate, y algunos insectos, y miles de cosas más que se someten diariamente a nuestros sentidos. En cuanto a los microchips, sin embargo, no tenemos ni una imagen bien definida de su forma, siempre ocultos en algún ensamblaje. Aunque ya la palabra "microchip" nos empuja a pensar en algo pequeñísimo e ininteligible.

Recuerdo que en 1984 desmonté un reloj-calculadora con mis propias manos. Era un Casio. No supe resistirme a ahondar en el funcionamiento de algo tan sofisticado. Me empujó a hacerlo su tamaño. Naturalmente, lo estropeé. No fui capaz de montarlo de nuevo. Pero vi mi primer microchip. Fue impresionante. Ver cosas que nunca imaginamos es uno de los alicientes de la vida, supongo.

La repentina escasez de microchips produce una insólita belleza y, claro está, también vértigo, e incluso miedo, como si las cosas que gracias a ellos han ido reduciendo su tamaño fuesen de repente a volverse enormes, lentas, ruidosas, y ya no entrasen en un bolsillo del pantalón, en un cajón, en una maleta, en la cocina, en el garaje de casa. Es un miedo fascinante, como la existencia de los propios microchips, cuyas minúsculas dimensiones revolucionaron la humanidad.

Cada vez son más pequeños los componentes que hacen que el mundo funcione, que esas funciones sean rápidas y que los utensilios en que se integran no abulten. No se puede descongelar en un minuto una barra de pan sin un microchip ni hacerse un selfie, ni saber cuánto combustible le queda al avión, o por dónde te has roto la cabeza. Por supuesto, podemos volver a las cosas manuales, parsimoniosas, torpes, inexactas. Hace dos semanas, en un cambio de colchón, me quedé encerrado con el viejo en el ascensor, que de pronto hizo un extraño ruido y se detuvo de repente en mitad de la nada, entre la primera planta y el rellano. Quizá falló algún microchip. Por un momento, pensé en que no iba a estrenar el colchón nuevo, y me dio muchísima pena, casi tanta como la idea de morir. No fue del todo agradable. Tardaron media hora en rescatarme. Y el calor. Y el miedo a caer al vacío. Pero mejor eso, me parece a mí, que bajar el colchón por unas escaleras, tan largas y cansinas, tan totalmente inventadas, manuales e infalibles.