Cantaores de saetas, así viven y se preparan: “Te embarga una emoción intensísima”

  • El cante de esta variedad al paso de procesiones es una de las imágenes distintivas de la Semana Santa. ¿Quiénes ponen su voz al evento religioso?

  • Imposible interpretarla sin devoción. “Se necesita una mínima creencia”, asegura Miguel Ángel Lara, El Canario.

  • Recorren España participando en concursos especializados. “Son muchas horas de carretera, solo, por la noche”, dice José Manuel González Perea, El Chiclanero.

Cada año, la celebración de la Semana Santa deja estampas impactantes que conmueven incluso al menos creyente. Entre las estéticamente más bellas está la típica del cantaor o la cantaora que desde un balcón se desgañita dedicando una saeta a una imagen sagrada al paso de una procesión, en medio de un respetuoso silencio que sobrecoge. ¿Quiénes son estas personas que de forma más o menos improvisada tiñen de cante flamenco la solemnidad religiosa? ¿Cómo es su vida? ¿Qué sienten en tan delicado momento?

Miguel Ángel Lara, El Canario (49), nació en Sevilla, aunque reside en El Saucejo, pequeña localidad situada a algo más de una hora en coche de la capital hispalense. Dice que lleva la saeta “en la sangre”: su madre era una popular saetera sevillana. En Semana Santa, la acompañaba en su periplo por diferentes cofradías. “De niño cantaba con ella, cogido de la mano”, recuerda. Creció vinculado tanto con las ceremonias pías como con el flamenco, por lo que en cuanto cumplió la mayoría de edad, empezó a comparecer en concursos de cante, entre muchos de los cuales la saeta ocupa apartado especial. “Me presentaba para ir aprendiendo de otros. Fueron por lo menos diez años de aprendizaje”.

Opina que, de entre todos los palos del flamenco, la saeta es el más difícil, en dura pugna con las bulerías. “No tienes acompañamiento musical”, explica. “Si acaso, un poco de tambor. En la saeta es donde se ven las cualidades de un cantaor. Ahí no todo el mundo llega. Se ha vuelto un cante con mucha riqueza de melismas y arabescos”. En el momento de la verdad, añade, hay que saber alcanzar un equilibrio entre técnica y emoción. “Debes salir con una buena entonación. Si sales bajo, no la luces, y si sales alto, te estrellas, porque la saeta va de menos a más y llega un momento en que ya no hay más fuerza”.

Porque la saeta es mucho más que una demostración artística, hasta el punto que cabe preguntarse si alguien sin fe religiosa podría cantarla. “En cuanto a ejecución, cualquiera que tenga cualidades puede interpretar una saeta”, dice. “Pero se necesita una mínima creencia. Has de sentir lo que estás cantando”. A conseguirlo contribuye, sin duda, la presencia de las imponentes imágenes de los pasos, que, en cambio, no tiene delante cuando canta en un concurso. “En ese caso, debes crear mentalmente ese ambiente. Me meto en una burbuja”, aclara.

La saeta cobra todo su significado en el entorno de una procesión. Quienes se animan a cantar en ese contexto pueden ser espontáneos; en ciudades con proliferación de cantaores, como Jerez, esto sucede a menudo. Más habitual, sin embargo, es que el cantaor que vemos en el balcón sea alguno de los elegidos por una cofradía o incluso contratado por esta (pues la mayoría recibe subvenciones de los ayuntamientos para tal fin).

A Miguel Ángel Lara le cuesta describir con palabras qué siente cuando entona una saeta al paso de los penitentes. “Es fundamental la concentración, porque la emoción que te embarga cuando ves acercarse el paso, con la banda, es intensísima, y estás expectante. Diría que lo que siento solo lo comprendo yo. El corazón te va a mil por hora, y debes controlar esa emoción para que no te afecte la garganta”.

La saeta “de salón”

Como dice Lara, frente a la saeta de balcón o de devoción está la “de salón”; aquella que se interpreta en concursos de cante, con megafonía y en el marco de casas de la cultura y peñas flamencas. Un complejo entramado de certámenes que salpica de sur a norte la geografía española (aunque es en Andalucía donde abundan; en menor medida, en Extremadura y Murcia) que permite a los cantaores desarrollar su afición al tiempo que compiten para optar a un premio económico.

Si bien los concursos flamencos ocupan casi todo el año, aquellos que se centran en la saeta abarcan solo dos o tres meses: de finales de enero hasta poco antes de Semana Santa. Los más importantes ofrecen galardón de cierta enjundia: así, el concurso de Málaga recompensa al ganador con 5.000 euros; los de Granada y Cartagena, con 3.000. Lo más frecuente es que el primer premio ronde los 1.500 o 2.000 euros, aunque también hay retribución, menor, para los finalistas.

“Un compañero asegura que se dedica solo a los concursos”, dice Miguel Ángel Lara. “Es un arma de doble filo, porque obtienes reconocimiento y solvencia si consigues podium, pero tiene sus desventajas, pues te etiquetan como concursero”. Generalmente, el ganador es además reclamado por cofradías, peñas flamencas y tablaos, que lo contratan, consiguiendo así adicionales ganancias.

A pesar de su notable palmarés, que incluye tres victorias en el prestigioso concurso nacional de saetas de Ronda (Málaga), Lara no vive de esto. Estudió Ingeniería Técnica Agrícola, ha trabajado de comercial vendiendo productos fitosanitarios y en los últimos se ha dedicado al mantenimiento de parques y jardines en El Saucejo.

Otro asiduo de este tipo de competiciones es José Manuel González Perea, El Chiclanero (51), actual presidente de la Peña Flamenca Chiclanera (Cádiz). Gracias a que trabaja por cuenta propia como montador de mamparas de ducha, puede organizarse, adelantando trabajo, para viajar por España con su cante a cuestas. Cuando hablamos con él, acaba de llegar de un certamen saetero en Granada. “Es duro”, dice. “Salí a las tres de la tarde y anoche regresé a las tres y media de la mañana. Lo peor que tiene es la carretera. Si te acompaña alguien, vas entretenido, pero a veces viajo solo”. Y cuando no viaja, dedica las noches en casa a ensayar.

La vida en la carretera

Esa es la parte que peor lleva también Miguel Ángel Lara, quien explica que, de entrada, hay que planificar bien el calendario de concursos, pues muchos se solapan. Y luego están esos viajes en coche. “Es fundamental el acompañamiento”, dice el sevillano. “Una persona sola se organiza muy bien, pero son muchas horas de carretera, solo, por la noche. Tengo la suerte de que me acompaña mi mujer, mi suegro o mi mejor amigo. Si tengo tantos premios también es gracias a ellos, que viven mis alegrías y mis fracasos. Te ayudan a ver dónde has podido fallar. Ellos son expertos, de tantos saeteros a los que han escuchado”.

Como Lara, González Perea empezó en el mundo de la saeta por herencia familiar; su padre era cantaor. Concede que no hay nada como cantar en una procesión. “Es más bonito que hacerlo en un escenario”, reconoce. “El escenario es más frío. En la calle, hay otro cosquilleo. Hay que tener conocimiento, técnica y fe. La saeta hay que sentirla”.

Admite que ganarse la vida solo con los concursos de saeta (o los de flamenco en general) “es complicado”, sobre todo por el alto nivel de los participantes. “Hay tres o cuatro cantaores muy punteros que siempre suelen llegar a la final, pero lo normal es que uno que haya quedado finalista en un certamen no se clasifique en otro. Depende de cómo tengas la voz en ese momento. La saeta es un palo muy duro, el más duro del flamenco, porque nunca va a acompañado de una guitarra. La guitarra te ayuda a mantener el tono”. Aun así, advierte que “hay gente que saca 7.000 u 8.000 euros en Semana Santa, actuando en exaltaciones, peñas y cofradías, y el resto del año participa en otros concursos”.

Contrariamente a lo que pudiera creerse, los cantaores que concurren a estos certámenes se llevan muy bien. No hay entre ellos malsana rivalidad. “Son tantos años coincidiendo que cuando un año no te ven, preguntan por ti. Somos una familia. No te puedes enfadar con un compañero porque un jurado pueda estar más o menos acertado. Todo el mundo merece su oportunidad”, dice Lara. Como dice el cantaor chiclanero, “somos compañeros; no hay mal rollo entre nosotros”.

Y tras estos cantaores de segunda generación hay otros, de tercera, sus hijos, como en el caso de Miguel Ángel Lara, padre de dos chicas de 19 y 16 años que si bien todavía no han manifestado su interés por la saeta, el talento lo portan en su adn. “Tienen cualidades vocales —dice—, tocan instrumentos, pero no les he querido influenciar. Saben cómo es la saeta, la conocen y respetan, y a lo mejor cualquier día me sorprenden y las veo cantando en un balcón”.