Mi primer 'Sin San Fermín' en 50 años

  • La periodista Milagros Martín-Lunas nos cuenta cómo siente el corazón de una pamplonica un chupinazo con sabor a 'pobre de mí'

Llevo 50 Sanfermines a mis espaldas. Hoy es seis de julio, así lo indica el calendario y debo creerlo, a pesar de que mi corazón ande tan compungido como cada 15 de julio. Hoy es seis de julio y por primera vez en la vida (en mi vida) no habrá almuerzo en la calle, ni magras con tomate, ni huevos con chistorra, ni champán con limón en la plaza del Castillo. No caminaremos por el centro de blanco impoluto, con el pañuelico en la mano, todos en comunión, por culpa de un virus que nos ha tenido encerrados y ha arrasado miles de vidas.

Hoy 6 de julio, a pesar de que flirteamos con la nueva normalidad, por respeto a los que perdimos en el camino, por solidaridad y por responsabilidad, Pamplona no celebrará las fiestas de San Fermín 2020. Lo que no significa que a las doce menos cinco, estemos donde estemos, a los pamploneses y a las pamplonesas, como siempre, se nos disparará el corazón, se nos erizará la piel y, cuando escuchemos el repiqueteo de las campanas, se nos cortará la respiración. "Viva San Fermín, Gora San Fermín" musitaremos para nuestros adentros. Colgaremos los pañuelos en la ventana, bridaremos en casa, rodeados de la familia y los amigos.

Hemingway y la 'no' fiesta

Desde el Consistorio nos piden prudencia y para evitar aglomeraciones el aforo máximo en la Plaza del Ayuntamiento será de 400 personas y de 3.675 en la plaza del Castillo. La de hoy será una mañana triste, una mañana que rezuma cierto sabor agridulce. 'No estallará la fiesta', como escribió Hemingway. "No había otra forma de expresarlo. Era una fiesta y duró nueve días". Hoy no cantaremos el pobre de mí, a pesar de que sabemos que comienza la cuenta atrás.

Nací en Pamplona una fría mañana de febrero. Di mis primeros pasos en los jardines de la Media Luna y allí se supone que celebré los primeros sanfermines. Si buceo entre mis recuerdos más lejanos, curiosamente en blanco y negro, surge la Comparsa de Gigantes y Cabezudos. Se trata de una borrosa miscelánea de espanto y algaraza. Veo a los Gigantes bailar en la calle Mayor y libero una sonrisa, pero al instante me intimida Caravinagre, le veo atizándome y no puedo parar de llorar. ¿Qué digo llorar? Berrear, no puedo dejar de berrear. Para mí, durante muchos años, San Fermín estuvo asociado a esas mañana de baile y tradición. De pánico y júbilo.

Los azares de la vida nos trasladaron a Málaga, pero nunca falté a la cita. En casa, el verano arrancaba con las fiestas de San Pedro en Betelu, primero y San Fermín, después. Mis tíos y primos se convirtieron en los anfitriones perfectos de una fiesta que se me antojaba desmesurada, excesiva y formidable.

Los amigos de ayer

En esos días, para mí San Fermín era sinónimo de barracas, tómbola de Cáritas, madrugones de aúpa para ver volar a los toros en el encierro desde el balcón de la Estafeta con la tía Marisol y el tío Javier (todos los años cerraban la mercería de la Mañueta para disfrutar de las fiestas), el encierrillo dibujado por el crepúsculo y adornado por los sonidos del silencio y los juegos con los vecinos de la tía Pepa en la calle Olite. ¿Dónde estarán mis amigos de ayer? En 1978 suspendieron parcialmente las fiestas, del 8 al 14 de julio, por los incidentes en los que falleció de un disparo de la policía el mozo Germán Rodríguez. Durante años este recuerdo fue lo más parecido a quedarnos sin fiestas. De aquellos días sólo me queda una foto en el pueblo con mi primo.

A los 18 años, con las ganas de beber la vida que regala la juventud, regresé a Pamplona para estudiar periodismo. Entonces sí, entonces comprendí las palabras de Hemingway. "Las calles eran una masa sólida de gente danzando. La música era algo que golpeaba y latía con violencia. Todos los carnavales que yo había visto palidecían en su comparación (…) Aquello era endemoniadamente divertido".

La década de los 80

En la década de los 80, San Fermín era un aquelarre noctámbulo. Entre sus callejuelas me topé con el desenfreno por el desenfreno, la ciudad giraba en bucle y en la noche se transformaba en una bacanal. Exceso de gente, bullicio y borracheras. Los jardines de la Ciudadela se desfiguraban convertidos en el hotel del pueblo, de los sin techo, de aquellos que aterrizaban contagiados por el deformado espíritu del Nobel norteamericano que perdió su virginidad sanferminera en 1923.

Y llegó el mito internacional

La 'Fiesta de Hemingway recorrió todos los rincones del planeta y alimentó el mito. La esencia de "esa rara costumbre de soltar los toros para que corran por las calles con la mitad de la población corriendo delante de ellos" atrajo a miles de australianos que pusieron de moda aquello de tirarse en plancha desde la fuente de Navarrerría. A los australianos se les reconocía, y se les reconoce, porque van en chanclas por la vida. De blanco, pero en chanclas.

Los americanos, especie que se desarrolla por esporas durante los Sanfermines, fueron los que importaron la extraña costumbre femenina de levantarse la camiseta y enseñar la anatomía, herencia del desfile del Mardi Grass de Carnaval en Nueva Orleans. Franceses, japoneses y españoles procedentes de todos los rincones también atiborraban y atragantaban la ciudad.

El toro y los corredores

San Fermín era y sigue siendo la fiesta en la calle, un paréntesis en la estricta vida de la ciudad, el momento del goce, la diversión y el baile en la barra. El verano de 1989, Javier y Maite me mostraron la verdadera esencia en torno a la que gira la fiesta. El toro. Me recordaron que, además del desenfreno, la naturaleza de San Fermín iba más allá. Con ellos recordé el lujo de desayunar churros con chocolate de la Mañueta, visité el Gas por primera vez, aprendí a distinguir a los buenos corredores entre la marabunta multicolor, supe lo que es 'pillar' toro y la satisfacción que te deja una buena carrera, asistí al apartado de los toros, vi salir a las mulillas desde la plaza del Ayuntamiento y me comí ocho bocadillos en la plaza al son de las peñas.

Al caer la noche, sentada en la ciudadela, gocé del concurso de fuegos artificiales, una orquesta de color que, entonces, retumbaba en la Ciudadela. Todavía tengo el pañuelo que me regalaron, casi se cae a pedazos, pero es el que me reconcilió con la fiesta.

Aquel desamor y ETA

En Pamplona se me rompió el corazón, tuve que esperar el tiempo que me pidió para recomponerse. Por eso no estaba allí el 12 de julio de 1997 cuando se suspendieron las fiestas durante 24 horas cuando ETA asesinó a Miguel Ángel Blanco. Esos años viví San Fermín en la distancia, conectada a la televisión y editando en la redacción todo lo que caía en mis manos sobre mi tierra.

Por supuesto regresé, era inevitable. Al igual que a mí, el óxido del tiempo le había otorgado cierta templanza a la celebración, me topé con una fiesta más centrada, más limpia, más organizada, los parques ya no era el hostal del pueblo, ni un alma podía descansar al raso. Prohibido total. Todo surgía más aséptico de lo que evocaba.

Mi hijo y San Fermín

Como la naturaleza es muy sabia, para que me reencontrara con mi niñez sanferminera, mi hijo nació el 14 de julio. Con él, aferrada a su mano y a su alma retorné a la infancia. Porque San Fermín es una fiesta para todos. También son los hinchables, los juegos en Carlos III y el encierro txiki. Desenterré la memoria y me acordé que San Fermín siempre fue un niño llorando cuando se le acerca Caravinagre y otro chinchando al kiliki con su verga de juguete. San Fermín siempre fue la Braulia al son de 'El negro José'. ¡Qué bien baila la Braulia!

San Fermín, nueve días que caminan contigo por la vida. Me quedo con la escultura de la Plaza del Castillo, los buenos momentos vividos, 1.528 fotografías que nos recuerdan que los Sanfermines volverán el 2021.

San Fermín se lleva en el corazón y se celebra desde el alma. Este 6 de julio, como siempre, nos anudaremos el pañuelo, lo celebraremos en los hogares, en los balcones, allá donde nos encuentre, porque hoy sabemos que… falte lo que falte, ya falta menos.