Cada uno tiene sus manías

  • Pequeño catálogo de odios razonados y razonables sobre procedimientos, hábitos y ocurrencias en bares y restaurantes

  • Lo que uno detesta otros lo aman, aunque no sepan lo que hacen

  • ¿Y a ti? ¿Qué es lo que más te molesta en bares y restaurantes?

“Mirado de cerca nadie es normal”. Ignoro quién lo dijo, pero cuánta verdad encierran esas palabras. Cada uno tiene sus cosas y tratándose de bares y restaurantes las manías se multiplican. Aquí va un pequeño catálogo de cosas odiosas que suceden a diario en los establecimientos del gremio. Todas las fobias de uno son impugnables, faltaría más. Lo que uno detesta otros lo aman, aunque no sepan lo que hacen. En cualquier caso, entiéndase esta enumeración de pequeñas, medianas y grandes tragedias como una contribución productiva, constructiva y propositiva de mejora del ecosistema hostelero, sabiendo que su progreso se traduce directamente en una inyección de felicidad en nuestras vidas. Ahí lo llevan. Añadan o borren lo que quieran. Barra libre. 

Copas con siete dioptrías 

Si al ponerse delante del ojo la copa del restaurante es usted capaz de prescindir de las gafas para leer de corrido Crimen y castigo, no la use para tomar vino. Es la prueba recomendada para acreditar que la copa tiene entre seis y ocho dioptrías. Ese cristal ha sido fabricado a prueba de bombas. Resiste temblores de tierra, caídas al suelo desde más de un metro y millones de lavados en un friegaplatos. Son duras-duras, como Sylvester Stallone, Arnold Schwarzenegger y Bruce Willis juntos. Auténticas, imbatibles e irrompibles. El propietario del bar ha conseguido su objetivo: no se le rompe una copa así el meteorito impacte contra su bar. Son unas buenas copas, con un rendimiento excelente y unos estándares calidad- precio para sacar a hombros al dueño del bar. Para lo único que no sirven es para tomar vino. Una lástima. 

Plato de pizarra 

Quien inventó el plato de pizarra debería estar penando en algún infierno, si es que existe ese lugar tan caluroso. Con lo práctica y elegante que es la loza o la porcelana. O el barro cocido e incluso si hiciera falta el duralex de toda la vida. Hasta la popular, elegante e inimitable vajilla de papel de estraza, según para qué. ¿Pero pizarra? Ese engendro en el que el tenedor rasca y la comida parece haber naufragado en un pozo de petróleo es una de las condenas de la modernidad gastronómica. No se le ve la gracia, vaya. Además, su forma generalmente rectangular tampoco es ni estéticamente agraciada ni cómoda para papear, con frecuencia la comida se desborda hacia el mantel y todo se desparrama de la peor de las maneras. Su uso suele denotar un punto pretencioso. Cuando vea un plato de pizarra en un restaurante échese a temblar: lo peor está por llegar. 

La conferencia 

Pida su plato. Un poner: “Lagrimita austral de lubina pescada en noche de luna llena sobre lecho de tubérculos soasados al perfume de chile de árbol con suflé de pimientitos en rama y babá de sus interiores”. Es verdad que el chef es el que empieza provocando. Pero ahora viene lo peor. Es el temido momento de la conferencia. Cuando el jefe de sala te dicta sin parpadear, con el acento prosódico perfectamente ensayado, y un cimbreo armonioso del tronco acompañando cada prodigio del plato, una lección magistral en dos partes y que se repetirá a cada pase: 1) Origen, etimología, chispazo artístico, naming y significado del plato 2). Funcionalidades, etapas de consumo secuenciales y técnicas para su ingesta. Digno de mayores retos intelectuales, ese jefe de sala con ganas de agradar y venido a más te puede amargar la noche. Oiga, si el plato requiere tanta literatura y para comérselo hay que llevar la caja de herramientas además de haber hecho un taller para aprender a deglutir sin morder el minilomo de lubinita, chupar sincopadamente de dentro a afuera el pimientito y después tragar de un bocado el tubérculo soasado mientras se absorben los interiores del robalo, es casi mejor servir una tortilla a la francesa. Urge una plataforma contra las conferencias en el comedor. Viva el lenguaje de signos. Y viva la tortilla sin instrucciones. 

La música, castigo del señor 

¿A qué va usted a un restaurante? Quien suscribe, a comer. Y si puede ser, a comer bien. Y además a compartir, a hablar, a reírse y a hablar de lo divino y lo humano. ¿A que va usted a una discoteca? A escuchar música a bailar y si lo amerita, a ligar. Pues ya está. ¿A qué viene ese musicote a todo meter en un restaurante? Por lo visto es cool. ¿Le han preguntado a los clientes? ¿Cuántas veces le ha pedido usted a un camarero que por favor baje la música siendo elegantemente ignorado? La comida se acorta, se ahorra la copa porque es insoportable seguir allí y pone pies en polvorosa y a otra cosa mariposa. Que les den. Es cierto que el cliente tiene el mando a distancia y con no regresar lo tiene hecho. Pero sería un detalle que en las criticas gastronómicas se reflejara si el lugar es de los que aturden con la música. Ayudaría a elegir. Tengo mis listas negras de restaurantes con música. Y ya ni les cuento si se cuela en alguno con televisor tronante esquinero. La muerte, oiga. 

Bayeta sucia 

Después de la mili, de un pinchazo en la rueda en plena autovía sin rueda de repuesto o cambiarte las lentillas con los dedos pringados de mermelada, una mesa de bar limpiada con una bayeta sucia oliendo a lo peor que se imagine es de lo más grave que le puede ocurrir en un establecimiento. A ver, ejercicio práctico: se coge la bayeta y se pone debajo del grifo, se enjuaga fuerte, sin miedo, gastando agua, se le echa mucho fairy, se vuelve a enjuagar, se exprime y después se limpia la mesa. Antes no. Fácil. Lo primero es antes, decía el clásico. Incluso el Colegio Oficial de Bayetólogos recomienda desechar las bayetas usadas de vez en cuando y estrenar otra. Y ningún bar ha quebrado por seguir tan lúcida recomendación. 

Esos deditos 

Ese camarero, feliz y despreocupado, que le trae la cerveza o la ración de jamón metiendo los deditos en el vaso y en el plato. ¡Ese camarero! Y ese jefe que no le ha dicho nunca que eso es una guarrada, motivo para devolver la cerveza y el jamón y no volver al lugar del crimen jamás de los jamases.  

Tinto a temperatura de Córdoba en julio 

Esa botella de tinto colocada junto a la máquina de café es un bodegón posmoderno y terrible. Es el vestíbulo del infierno de Dante, con su inscripción: “Es por mí que se va a la ciudad del llanto, es por mí que se va al dolor eterno y al lugar donde sufre la raza condenada”. ¿A qué temperatura estará el susodicho vino? Calcule, a ojímetro, por encima de los 22-23 grados. Vamos que no hay quien se lo beba. Habría que condenar a galeras junto con el que inventó los platos de pizarra a quien dijo aquello de que el tinto se bebe a temperatura ambiente. Obvio, a la temperatura ambiente de Zamora o Burgos en octubre. Hosteleros: a ver si vemos más al hombre del tiempo y nos fijamos más en los pequeños detalles.  

La trufa, esa peste 

La trufa es la nueva peste bubónica. Alguien dijo alguna vez: “Creced y multiplicaos”. Y algún espabilado con restaurante pensó que hablaban de la trufa y se puso manos a la obra. Y si todavía habláramos de la Tubber melanosporum. Pero es que hablamos de aceites y porquerías sintéticas que no alcanzan el 1% de trufa. Más bien han visto la trufa en las películas. Hay dos trucos fáciles para saber cuándo le dan liebre por trufa.  El primero es abonarse a la idea de que siempre le engañan y nunca es trufa, así casi casi no se equivoca. El segundo truco es mirar el precio. Si le parece que usted puede pagarlo -y yo- es que no es trufa. Seguramente ese sabor que usted identifica con el hongo más prestigioso sea un concentrado de aceitunas, huesos hervidos y espinazo con un 1% de esencia del producto original, eso teniendo suerte. Porque también puede tratarse de un reactivo llamado metillitio que hará que se sienta rezongando entre los árboles truferos de Alba. Y venga patatas fritas y pizzas a la trufa. El aceite de trufa ha contaminado toda la cocina mediterránea. Tortillas, solomillos, guisos y ensaladas. Solo hay una cosa peor que un plato al que le ha caído a cascoporro aceite de trufa: una esferificación de trufa con cebolla caramelizada. Muera el mayo del 68: de prohibido prohibir, nada. Prohibida las trampas de trufa salvo en los platos canónicos que en la vida han sido y que llevan trufa de verdad y que cuestan lo que valen. 

Precio según mercado 

Cuando lea en la carta “precio según mercado” junto a la oferta de pescados y mariscos échese a temblar. Es como un salvoconducto para no decirte el precio de cada pieza. Díganlo, atrévanse. Los clientes estamos preparados de sobras para las malas noticias. Cada día cambian los precios, y más en estos tiempos inflacionistas, y obviamente repercute en la carta, pero eso no impide que pueda incluirse el precio a diario en la carta o que se imprima una carta adicional con los precios del día. ¿Y, por cierto, precios de qué mercado? Esa es otra. 

La divina transparencia 

Querido camarero no me ignore. Llevo diez minutos en la mesa viviendo la experiencia de la transparencia. Hace como que no me ve y yo no me siento visto. Ni siquiera le pido que me traiga la cerveza rápido y veloz. Ya sé que está a tope y siempre hay menos personal del que se necesita para atender esta terraza. Pero solo le pido que me dé las buenas tardes y que, con su habilidad profesional, me transmita que me ha visto, que sabe que estoy ahí, que soy de carne y hueso, y que en breve seré atendido. Écheme la carta para que me vaya distrayendo. No sé, cualquier cosa que indique que estamos en la misma longitud de onda. Sería la promesa de una vida mejor por llegar. Me conformo con eso.  

Cartas de vino kilométricas 

A un restaurante se va a comer y beber no a estudiar. Dicho queda. Y ya. 

Codito con codito

Bien pegados: rodilla con rodilla, hombrito con hombrito, codito con codito… como en una canción de Georgie Dann. La pareja de la mesa vecina ya forma parte de su vida. Antes del primer plato usted conoce perfectamente sus desavenencias matrimoniales, los líos que tienen con el pequeño, que no estudia ni quemao, y se ha puesto al día en los cotilleos de la pandilla ajena. Que no corra ni el aire. Solo unos centímetros separan su mesa de la de al lado. Es tanta la confianza que se sirve vino de la botella de la mesa de ellos. Ellos son los otros, los compañeros de mesa, que están en tu cena pero sin estar. Comparten contigo las confidencias, las miradas y el pan. Para colmo, a usted le ha costado dios y ayuda llegar  a la mesa y sentarse, ha tenido que flanquear un laberinto estrecho y constante de mesas, un pasillo mínimo y al pasar ha ido rozando los platos de los demás comensales con la pierna. Se sabe que el precio de los alquileres está por las nubes, pero todo tiene un límite. Sin embargo, el local está lleno, cosa que no entiende porque usted no va a regresar ni amarrado. Villarejo empezó sus correrías de Gran hermano en esos pequeños restaurantes tipo Bistrot, que en París alcanzan la apoteosis en el desafío a las leyes de la física. ¡Ni micrófonos necesitaba el tío, tomaba apuntes al natural!

El síndrome del huevo pasado por agua 

Una de las características deleznables de la posmodernidad gastro es la del horario máximo de ocupación de una mesa en el restaurante, que suele fijarse en torno a una hora y media. Te lo advierten con circunspección patibularia en la página de reservas, como diciendo “después cuando lo levantemos con el tiramisú en la boca no vaya a quejarse”. Es lo que hay. Volvemos a los costes de la hostelería repercutidos sobre el cliente, en este caso con la descortesía que implica que te den 90 minutos para comer y laminando la idea sagrada de la sobremesa. Solo la idea agobia. Clientes pendientes del tic-tac, como si fuéramos un huevo pasado por agua. En fin, mando a distancia. 

Tutéame otra vez 

Igual este ya es un tema que nos afecta solo a los talluditos -puros uppers- pero eso del tuteo ...ummm. No se acostumbra uno. ¿Es muy carroza pedir que te hablen de usted cuando tú le hablas de usted al camarero? Esa familiaridad improvisada no termina de encajar bien con el concepto de atención al cliente. Serán los años. 

Los cambios de guarnición también conocidos como Tetris gastronómico 

Igual usted ha tenido suerte y nunca le ha tocado en su mesa un comensal aficionado al tetris gastronómico. Pues enhorabuena, porque son terribles, que lo sepa. Si no les ponen freno, en un pis pas deconstruyen la carta. Piden que las patatas fritas del solomillo se sustituyan por las verduras plancha que acompañan en la carta al lenguado, pero que, a la vez, la ajada que lleva el bonito al horno se la pongan a la carne por encima, así como cayendo en cascada. Si fuera posible, dicen ufanos y engañosamente modestos, que en vez de solomillo, el corte sea un entrecot. Y que le traigan en un cuenco -para probarla- la salsa bearnesa que escolta al salmón al grill. Y en vez de segundo, lo quiere de primero. Pero si no puede ser, que me traigan un plato de pasta. Y si cambia el precio, plato de pasta. Con la mano abierta les daba.