Las últimas hilanderas: “Es volver a sentir lo que sentían nuestras abuelas”

  • Valiéndose de ruecas, tornos y husos, algunas mujeres siguen fabricando hilos de lana a partir de vellones de ovejas recién esquiladas, que ellas mismas recogen, lavan y cardan

  • “Es algo fantástico. Descubres cosas que dices: ‘Mmm, ¡qué listos eran los prehistóricos!”, explica Bea (51), profesional de las relaciones públicas

  • “Esto lo hago porque me gusta. Poder vivir de la artesanía es imposible. Yo al menos no he encontrado la manera”, señala Blanca (62), que en el pasado se dedicó al ‘marketing’

Me encuentro en un elegante piso de la zona norte de Madrid, a cinco minutos caminando del Santiago Bernabéu, pero por los cachivaches que aderezan su salón diríase que estoy dentro del soberbio cuadro de Velázquez “Las hilanderas”. En un lado del amplio salón, expuesta a la luz natural de un gran ventanal, descansa lo que llamaríamos una rueca —técnicamente, un torno de hilar—, rodeada de una especie de muestrario con vellones de lana en bruto, recién extraída de ovejas esquiladas (aunque lavada, lo que le otorga el aspecto de algodón); unas cardas, como las que se usan para peinar mascotas, pero más grandes, destinadas a alinear y terminar de limpiar las fibras; un huso, con apariencia de peonza; madejas, ovillos, agujas… Blanca Fernández Navas (62) pasa aquí cuatro horas todos los días haciendo lo que más le gusta: hilar y tejer.

Mucha gente aún disfruta tejiendo a mano bufandas y jerseys; lo que distingue a Blanca es su entusiasta entrega al proceso completo: “Yo acudo al pastor, que me da la lana sucia. La lavo, la cardo, la hilo y la tejo”, resume. Me confirma, de hecho, que su torno es casi idéntico al que el genial pintor sevillano plasmó en su inmortal lienzo: la única diferencia es que las hilanderas de tiempos remotos hacían girar la rueca —esa sí lo era— con la mano, lo cual entrañaba gran dificultad, ya que necesitaban otras dos para ir sacando las hebras resultantes, mientras que el torno dispone de un pedal que facilita la operación. La técnica, por lo demás, es la misma.

“Dicen que ya había algunos tornos de hilar en el Neolítico —nos ilustra—, aunque la invención en sí es de la Edad Media”. Compró su primer aparato en 1983, cuando estudiaba en la universidad. Era de nueva fabricación y lo encargó a Nueva Zelanda, donde “hay muchísimas ovejas y gran tradición lanera”, explica. Su precio actual está entre los 600 y los 800 euros. Adquirió otro, de segunda mano, en Holanda, hace cuatro años; lo alberga en su casa de Ávila, donde reside parte del año. Tuvo en sus manos una rueca del siglo XIX, la cual, sin embargo, se vendía como antigüedad y no funcionaba. “Yo la quería para usarla”, lamenta.

Del ‘marketing’ a un oficio en extinción

He tejido toda mi vida”, dice. “Mi abuela me enseñó cuando yo tenía siete años”. En la universidad —estudió Sociología— tejía para sus amigos. “Iba al cine y me llevaba las agujas”, rememora. Precisamente en sus días de estudiante asistió a un taller sobre cómo procesar la lana: cómo hilar, cómo teñirla, cómo hacer tapices… Fue cuando compró aquel primer torno. “Me volví loca para localizarlo. Parte de mi familia es de Burgos y pregunté por todos los pueblos… Me decían que los habían tenido, pero se habían echado a perder o quemado”, evoca. Tras hacerse con el artilugio neozelandés, continuó con su afición.

Una vez licenciada, realizó investigaciones de mercados antes de pasarse al marketing, primero enfocado a bienes de consumo y más tarde en la división de gasolineras de la petrolera BP, donde permaneció veintiún años. Los rigores de su trabajo y la dedicación a la familia le forzaron a abandonar su querido pasatiempo. Pero en 2011, cuando todavía arreciaba la crisis, “decidieron que los que teníamos más de 50 años no valíamos para nada y nos echaron a todos. Tuve que reinventarme, claro”, recuerda. Colaboró entonces con empresas españolas a las que buscaba clientes en Latinoamérica. Los vaivenes profesionales la animaron en 2014 a desempolvar el torno. “Pensé: ‘No me van a contratar. Soy mujer, de más de 50 y estamos en crisis”, dice. Y se puso manos a la obra.

Pasión por la lana

A través de su página web, Blanca vende lo que teje: prendas para bebés, bufandas, gorros, jerseys, mantas… Siempre por encargo: “No puedo ponerme a tejer veinte jerseys y que luego no se vendan. No estamos hablando de algo que se haga en diez minutos”, justifica. Para confeccionar un jersey de caballero puede emplear tres semanas. Pero su relación con la lana va mucho más allá: pretende visibilizar esta preciada materia prima, para lo cual aprovecha sus conocimientos en el terreno del marketing.

Ha participado en mercadillos medievales (“la gente alucina, porque esto no lo ha visto en su vida”, dice), escrito cuentos sobre el proceso de la lana, impartido talleres, concurrido a rutas de trashumancia y emprendido algunos retos solidarios. El primero, poco antes del confinamiento, dirigido a crear “el mayor rebaño virtual de ovejas del mundo” —animaba a diseñar, dibujar o esculpir borregos—, congregó a más de 500 participantes de todo el país, que le enviaban fotografías de sus obras (que luego recopiló en un libro). “Por cada diez ovejas que recibía, donaba un ovillo para hacer tejido solidario”, cuenta. En 2021 repitió la iniciativa y recibió 760 piezas. Además del consiguiente libro, organizó una exposición en el auditorio San Francisco, en Ávila.

En otro reto convocó a aficionados y aficionadas a tejer “la bufanda solidaria más larga del mundo”: “Conseguí 240 bufandas, que no está mal”, apunta. Los responsables del programa “España directo”, de TVE, se enteraron del proyecto y, en colaboración con Blanca, iniciaron uno más ambicioso, el “Bufanda Tour”, que llegó a acumular más de un kilómetro de este complemento. “Ahora voy a poner en marcha otro: queremos abrazar la Muralla de Ávila con bufandas. Son casi tres kilómetros. Estoy segura de que la gente va a responder, porque cuando le pides que haga algo con un fin solidario, lo hace encantada”, dice.

El mapa de las ovejas

En una feria conoció al fotógrafo José Barea, “un pirado como yo”, bromea Blanca. Barea fotografía ovejas. De su alianza surgió la idea de elaborar un mapa de lanas, interesante tapiz con las 45 variedades que existen en España. “La idea es dar voz a las personas que tienen rebaños autóctonos”, afirma Blanca. En su espectacular mosaico no faltan, por supuesto, la reputada lana merino (clasificada por su origen: Merina Negra, Merina de Grazalema, Merina de los Montes Universales…) ni su célebre rival, la churra (Lebrijana, Tensina…). Junto a ellas, aparecen otros tipos menos conocidos: Ojinegra de Teruel, Ansotana, Carranzana, Guira, Maellana, Ripollesa, Sasi Ardi, Xalda, Xisqueta… Todavía no ha conseguido reunir todos, y lograrlo constituye uno de sus desafíos actuales. “Hay que visibilizarlos, porque si no, los rebaños desaparecen”, razona.

El pasado diciembre, con el apoyo de Interovic (Interprofesional de la Carne de Ovino y Caprino), Blanca y José montaron un espacio pop up en Madrid, con las fotos de él y el trabajo de torno de ella en directo, y donde se daban a degustar tapas del cántabro Jesús Sánchez, el chef con tres estrellas Michelin del Cenador de Amós. Desde 2018 Blanca está acreditada como artesana de la Comunidad de Madrid.

“Esto lo hago porque me gusta, o sea, yo con esto no voy a ganar dinero. El poder vivir de la artesanía es imposible. Yo al menos no he encontrado la manera”, señala. “Hay gente que sube vídeos a YouTube y monetiza de distintas maneras, pero yo, desde luego, no monetizo. Vendo cuentos, pero para que no me cueste dinero. Y en los talleres a veces me pagan; no me cubre los gastos, pero se reconoce tu trabajo. Todo lo demás es puro altruismo”. Entonces, ¿cuál es la recompensa que recibe? “Es una labor muy gratificante, muy relajante, y terminas haciendo algo por ti desde el principio. El resultado final es creación tuya al cien por cien. Eso es lo más bonito”, asegura.

De las mayores a las más jóvenes

En un entorno muy diferente, alejado del fragor urbano —la capital de la provincia, A Coruña, dista casi cuarenta kilómetros—, un nutrido grupo de mujeres practica el hilado de lana en la localidad de Cabañas, en la vega baja del río Eume. Son las componentes de la Asociación Cabañas Rural, un colectivo consagrado desde hace trece años a recuperar oficios antiguos, como el deshojar del maíz o este que nos ocupa.

Surgió como punto de encuentro de cinco hilanderas y ahora reúne a 240 socias, que hilan para su solaz y visitan ferias, colegios, geriátricos y centros de salud mental divulgando su afición. “Hacemos una actividad cada mes”, dice Mary (60), secretaria de la cofradía. “Me parece una pena que pueda perderse esta tradición. Además, es relajante: mientras hilas, estás en otro mundo, no piensas en nada más que en lo que estás haciendo”.

Hace once años, Bea Carbón (51) empezó a colaborar con esta asociación; al principio, y en virtud de su profesión (es relaciones públicas), la llamaron para que les ayudara con el papeleo y las subvenciones. Pero cuando contempló a una de las mayores enfrascada en el hilado, sucumbió al encanto del oficio. “Me pareció tan bonito… Me encantó”, dice. La imagen la retrotrajo a su infancia. “Antes, las ovejas eran el cortacésped y la comida; no se usaba para mucho más. Se hilaba y tejía por las noches”, describe. En su familia hilaban aunque no tenían ovejas. “Una cosa que se hacía en las aldeas era intercambiar lo que en las casas tenían. En la mía no había ovejas y la lana venía de la casa de enfrente. Los de la casa de enfrente no tenían vacas y se llevaban nuestra leche”, explica.

Conoció a un vecino, carpintero, que fabricaba réplicas de ruecas, tornos y husos de siglos pretéritos. Intrigada por la técnica de las ancianas hilanderas (“su sabiduría es fantástica —dice—, pero tienden a hacer las cosas tal y como les enseñaron, siempre igual. Pensé que podría hacerlo a mi manera”), pidió prestados unos útiles al carpintero y se obligó un fin de semana a practicar por su cuenta. “Y así aprendí, para ser capaz de explicar a los demás lo simple que es hacer un hilo”, subraya.

Un vicio “de los confesables”

Desde entonces, Bea hila y teje “sobre todo calcetines, pero también bufandas y mantones”. Lo hace para su propio consumo, pues no es sencillo vender. “La lana es cara”, argumenta. “El proceso es un mundo. Empieza con la esquila: hay que hacer selección para que la lana sea buena y no pique. Todo el mundo tiene el concepto de que la lana pica, y no es cierto. Depende de la oveja. Luego tienes que lavarla, cardarla… Lleva mucho tiempo. A veces veo jerseys de lana inglesa que cuestan 500 euros y hasta me parece poco. Te diría que el proceso comienza incluso antes de la esquila, con el cuidado de la oveja. Si se las cuida, tienen un vellón saludable”. De hecho, para referirise a las partidas de lana habla de “añadas”, porque “les pasa como al vino, cada año el rebaño es diferente”.

A las ovejas se las desmocha una vez al año, “por salud”, aclara. “No se bañan, como nosotros, ni se cepillan el pelo: se les puede enredar, pueden coger enfermedades, si hay un verano muy caluroso pueden sufrir…”. Obtiene la lana directamente de los ganaderos, que hasta ahora se la han proporcionado gratis. Explica que actualmente hay cantidades ingentes de lana “pudriéndose en almacenes”, debido a que los esquiladores que venían de países del Este para pelar a las ovejas y despachar la lana a China, Turquía o Singapur, dejaron de aparecer en la pandemia. Junto con la diseñadora orensana Lola de Logaro ha desarrollado una marca de lana gallega, de la que aún no puede dar el nombre porque está pendiente de registro.

Cada vez más gente joven se inicia en esta delicada labor, ejemplo máximo de la filosofía do-it-yourself. “A partir de un vellón de lana que le quitas a una oveja puedes llegar a tener una prenda espectacular. Hemos conseguido que mucha gente se compre un huso e hile en casa, aunque lo haga con lana inglesa”, dice. Bea define su pasión por hilar como “un vicio de esos confesables. Tengo dos: uno es este y el otro es el baile”, revela entre risas. “Me relaja mucho. La lana lo que hace es evadirte. Es algo fantástico. Descubres cosas que dices: ‘Mmm, ¡qué listos eran los prehistóricos!’. En el fondo, lo que hacemos es tejer como lo hacían nuestras abuelas, volver a sentir lo que ellas sentían”.