Nostalgia de cartas en septiembre: cuando escribir a mano nos ayudaba a retomar la rutina

  • El Whatsapp está bien, pero sabe a poco a quien, no hace tanto, prolongaba las emociones del verano recordando de puño y letra lo que acababa de vivir. Tres uppers nos cuentan cómo era aquello de abrir el buzón para encontrar algo más que el sufrido extracto bancario

Desde Barcelona, Elena Ríus (64 años), bloguera apasionada de las cartas y autora de 'El síndrome del lector', acepta con agrado el juego de evocar aquellos septiembres en los que el deleite de escribir a los seres queridos era casi tan fascinante como el propio verano. Ella pasó parte de su adolescencia escribiendo y recibiendo cartas. A mano, claro. "Cada una tenía un sello personal y solo con ver el sobre sabías por la letra quién te la mandaba. La forma en que estaba dispuesto el texto decía también mucho de su remitente".

Este mes de septiembre le llega con especial cariño el recuerdo de las cartas que recibía de su abuela. "Ella sí se pasó toda la vida escribiendo cartas a mano y con una habilidad especial para hacer interesante la narración de cualquier hecho cotidiano, aunque ha transcurrido tanto tiempo que he olvidado su contenido exacto". Las que sí atesora son las que su hijo pequeño le mandó un verano desde el campamento. "Tenía siete años y con letra aún torpe confesaba que me añoraba".

El consuelo del e-mail

Ahora que los buzones se atiborran de folletos comerciales, Elena encuentra cierto consuelo en el correo electrónico. Al menos ha prolongado la costumbre del contacto epistolar, pero su arte es bien distinto. "En el mail las cartas son más breves y algo más atropelladas. ¿Quién no le ha dado a enviar dándose cuenta al instante de haber cometido alguna falta o haber escrito algo que realmente no quería?" Hay, sobre todo, dos cosas que Elena añora: la huella personal que estampamos en la letra, el papel o el tipo de tinta, y la permanencia. "Esos correos electrónicos quedarán olvidados para siempre en alguna nube, mientras que las cartas que guardamos en una caja de cartón o atadas con una cita sobreviven cientos de años".

Aunque ahora suene extraño, hubo un tiempo, nada lejano, en que escribir una nota de papel y cerrarla en un sobre que iba a parar al buzón era el único modo de que perdurase, si quiera por un tiempo más, el recuerdo de un amor de verano y de revivir sensaciones placenteras. El acto de escribir servía también para desenmarañar situaciones, poner en orden nuestras ideas o incluso reforzar y transmitir sentimientos que en persona quedaban azorados por vergüenza o prisa. Desde el envío hasta la recepción por parte del destinatario, transcurría un tiempo valioso que servía para reposar el pensamiento, para que hubiese más cosas que contar y fantasear con la respuesta. En el libro 'Postdata', su autor, el periodista británico Simon Garfield, afirma que existe una integridad en las cartas que no existe en ninguna otra forma de comunicación escrita.

De Pablo (53 años) a su prima Nuria (51 años)

Hasta que terminó su carrera de Medicina, Pablo Teruelo, de 51 años, pasaba sus veranos en una casona vieja de El Escorial, de esas con un inmenso desván repleto de recuerdos y cosas inservibles. Allí agotó tardes enteras jugando con sus hermanos y primos y fisgando entre las cartas guardadas en un baúl. "Lo mejor era tratar de descifrar lo que había debajo de las tachaduras. Ahí cogí el gusto por escribir mis propias cartas. En septiembre, ya en Madrid y sin la libertad de las vacaciones, era pura necesidad y reconozco que entonces mi caligrafía aún era impecable, aunque no por mucho tiempo".

Nada le frustraba más a Pablo que recibir una simple tarjeta postal por respuesta. "¿Qué me importaba a mí dónde había terminado sus vacaciones? Lo que quería era sus impresiones y, en este sentido, solo me correspondía Nuria, una prima que el resto del año vivía en Pontevedra y con quien me llevaba de maravilla". Siempre empezaban igual "Querida Nuria", "Querido Pablo". El intercambio hizo que arraigase una relación fraternal muy profunda que todavía hoy perdura, aunque ambos hayan sucumbido a la inmediatez del Whatsapp.

En aquella época enseñaban a escribir cartas en el colegio. Todas debían tener una estructura, fecha, despedida, etc. Estaba prohibido escribir en los márgenes y se aconsejaba llenar la cuartilla. Era una delicia abrir el buzón. "Nuria escribía también cartas a sus novietes de verano, aunque la costumbre no le durase más allá de octubre. Con el tiempo me confesó que antes de cerrar esas cartas se perfumaba las manos y acariciaba el papel hasta el dejarlo bien impregnado con el aroma".

El género epistolar en la literatura es muy antiguo, aunque poco tiene que ver con las cartas ordinarias. Este es el pedido que hizo el poeta John Keats a su amada Fanny Brawn en 1819 en su correspondencia: "Escribe las palabras más dulces y bésalas para que yo pueda al menos posar mis labios allí donde han estado los tuyos". Nuestra escritura se quedaba en lo prosaico, pero, aun así, la carta dejaba de tener tal condición para convertirse, como decía la escritora Katherine Mansfield, en brazos rodeándonos un momento.

Declaración de amor desde la mili

Como ese abrazo que describe Mansfield sigue sintiendo Isabel Gómez (80 años) las palabras que su esposo le envió desde Melilla. Una semana después de enterrar a su marido, hace cinco años, Isabel reunió a sus seis hijos y les leyó una carta escrita a mano que él le mandó en septiembre de 1958, mientras cumplía el servicio militar obligatorio. Ana, una de sus hijas, recuerda la solemnidad con la que abrió el sobre. "Al desdoblar el papel extrajo también un trocito de tela estampada. El retal era solo un anticipo del vestido que le regaló al terminar la mili. El papel de la carta está ya muy ajado, pero ella apenas lo tocaba mientras la leía".

La misiva empezaba "Amada Isabel" y en ella se distinguía bien la letra del padre, igual que la firma, que siempre les pareció muy peculiar. Por lo demás, los hijos sospecharon que se trataba de alguna carta estándar que circularía en aquella época entre los reclutas. Las expresiones no se correspondían con el modo de hablar de un joven que nunca antes había salido del pueblo. "No importaba. Era una manifestación de amor en toda regla y mi madre sabía que aquello era sincero", indica Ana. A Isabel aquella carta le llegó a mediados de septiembre, después de un verano en el que no faltaron pretendientes y ella lo admitía con regocijo. "Necesitaba esta muestra de amor", sentenció. Una vez terminada la lectura, guardó de nuevo la carta orgullosa y con gran delicadeza. "No sabemos dónde la guarda ni cuándo volverá a abrirla", afirma Ana nostálgica por los poquitos buzones que se ven ya. Los que sobreviven no reciben más que pintadas groseras y generosos orines de perro. Sus ranuras, ni eso.