¿Por qué el hijo con el que más te peleas es el que más se parece a ti?

  • No hay un vínculo con más voltaje emocional que las relaciones entre padres e hijos

  • El malestar en este tipo de relaciones se debe a que los padres ven en sus hijos el espejo de lo que ellos alguna vez fueron

  • Los últimos estudios en neurociencia nos dicen que maduramos más tarde de lo que creemos: hasta los 30 años no termina de desarrollarse la corteza prefrontal, la parte del cerebro que nos distingue como adultos

La relación entre padres e hijos es tan compleja como intensa. No hay, probablemente, un vínculo con más voltaje emocional que los avatares entre progenitores y descendientes. Aunque el cariño es incondicional, no es raro que haya peleas y desacuerdos, en especial entre el padre o la madre y un hijo en particular.

Esto es especialmente notorio en las familias con varios hijos. En ese entorno se ve con claridad que uno de los progenitores siempre mantiene una relación más conflictiva con alguien de su prole. El sentido común diría que no hay una buena sintonía entre ambas partes. Sin embargo, psicólogos como la doctora Marta Segrelles, experta en crianza, asegura que el hijo con el que más peleas es el que más se parece a ti, tal y como también explica en Instagram el emprendedor Cristóbal Amo.

Espejos y proyecciones

El malestar en este tipo de relaciones se debe a que los padres ven en sus hijos el espejo de lo que ellos alguna vez fueron, hicieron o quisieron hacer, muchas de estas dinámicas no son del gusto de los padres. Si pudieran, las hubieran evitado; el enojo es una manera de mostrar ese arrepentimiento.

Además, los hijos son las 'esponjas' de los hábitos de los padres. Esto significa que esa conducta de los hijos que irrita a sus padres, seguramente, es el reflejo de lo que ven en ellos.

En la psicología, aceste comportamiento se le llama proyección. Es un mecanismo común en los seres humanos para no hacernos responsables de esos aspectos que negamos como propios, pero que, sin embargo, nos irritan al verlos trasladados en otros. Esta conducta no sólo se da con los defectos o con los hábitos que nos irritan. También se da con las personas a las que admiramos; es una manera de quererse y valorarse a uno mismo.

Saber discutir

Depende del grado de incomodidad o de beligerancia. Las relaciones familiares nunca van a ser armónicas cien por cien; por tanto, hay que asumir que alguna vez surgirán diferencias de objetivos y expectativas. Y en ese punto, es clave saber negociar.

Como adultos, deberíamos entender que si hay algo que no nos convence o queremos cambiar, la solución no es discutir, sino negociar, aunque la otra parte de la negociación sea uno de nuestros hijos. "Negociar es algo sano y muy distinto a discutir o pelear. En la discusión hay gritos, insultos, faltas de respeto, críticas, desprecio y actitud defensiva. En la negociación, en cambio, suele llegarse a un acuerdo en el que ambos ceden", explica la psicóloga Lara Ferreiro, para quien negociar bien implica "saber hacer una comunicación directa, clara y efectiva".

Según la experta, la clave para no impacientarnos de más es regular nuestro semáforo emocional. "Es cierto que hay gente muy impulsiva que no sabe controlarse, pero con la terapia adecuada, puede conseguirse. De hecho, enseño a mis pacientes a controlar esa impulsividad".

Aceptarse y educar

Los psicólogos insisten en que si lo que se desea es limar asperezas con ese hijo aparentemente conflictivo, es necesario aceptarse uno mismo y reconocer eso que no nos gusta de nosotros. Probablemente, esas carencias son las que se reflejan en nuestro hijo y provocan nuestra impaciencia.

Por último, no debemos olvidar que los hijos están en fase de aprendizaje hasta pasados los 20 años. No es bueno juzgarles duramente porque aún están aprendiendo, y el aprendizaje nunca es lineal: a veces se avanza y a veces, se retrocede. Los últimos estudios en neurociencia nos dicen que maduramos más tarde de lo que creemos. Según explica la neurocientífica Nazareth Castellanos, hasta los 30 años no termina de desarrollarse la corteza prefrontal, esa parte del cerebro indispensable para planificar, postergar y, en suma, realizar las funciones ejecutivas por las que se distingue una personalidad adulta.