Del prejuicio, al orgullo: "Mi padre fue de los primeros en quedarse en casa mientras mi madre trabajaba"

  • Hablamos sobre el machismo que vivieron las familias de Iñigo, Raquel y Carolina

  • Antes se tomaba la decisión por necesidad, ahora por voluntad

Hace pocos años, en nuestro país era completamente extraordinaria una situación en la que la figura trabajadora en el hogar fuese la madre en lugar del padre, y estaba por ello plagada de aristas. Hablamos con Íñigo, Raquel y Carolina, que se criaron en familias con este patrón sobre una experiencia que desafiaba los modelos y que podía llenar la vida cotidiana de extrañeza.

La situación funcionaba mejor en unos casos que en otros, pero cierto patrón de frustración se repite incluso cuando no había ningún problema real, más allá del que podía originar una presión social desmedida. Por ejemplo, Íñigo R., que tiene hoy cuarenta y dos años, nos habla de su madre enfermera. Sus recuerdos de infancia están plagados de una inquietud que entonces no sabía identificar. Así lo recuerda: "Mis padres eran novios desde adolescentes y mi madre, que le saca a él tres años, consiguió trabajo de enfermera muy joven, por lo que se juntaban dos cosas raras para los setenta, que ella fuese mayor que él y que fuese además la única con trabajo. Y no tenían pensado casarse todavía pero se quedó embarazada y hubo la típica boda a toda prisa. A los seis meses nació mi hermana mayor y dos años después nací yo".

"Sé que durante los embarazos no fue fácil para mis padres, él estuvo haciendo trabajitos chapuceros no muy bien pagados, y cuando mi madre se reincorporó decidieron que él mejor se quedaba en casa y ella no perdía su puesto porque era mucho más seguro así. En principio mi hermana y yo no recordamos que hubiera problema, en mi memoria siento que llegué a un hogar en el que nos apañábamos bien, quiero decir que con el sueldo de mi madre tirábamos, teníamos todo lo que nos hacía falta, pero había cosas incómodas. La primera, que a mi padre no se le daba del todo bien la casa y mi madre tenía que acabar rematando algunas faenas, por lo que solía estar muy cansada entre una cosa y otra y eso acabó siendo motivo de fuertes discusiones".

La presión social resultó decisiva para definir las sensaciones del padre de Íñigo: "En gran parte creo que mi padre, en vez de mejorar con el tiempo, se fue desmotivando por culpa del entorno. No recuerdo que fuese más diestro limpiando, haciendo la compra o cocinando cuando yo tenía cinco años que cuando tenía doce. Al principio era muy inocente y se sentía orgulloso de ser un padre diferente, más cercano y responsable. Pero se sentía incómodo por culpa del qué dirán. A veces le odié por las dos cosas, tanto por no ser ‘tan diestro’ como el prototipo de madre modélica como por no ser el que trabajaba, pero ahora entiendo que debió de ser muy raro y aprecio haber crecido con unos padres que rompían estereotipos".

"Tenían que aguantar burlas, miraditas, comentarios sobre ser un pelele, un calzonazos, sobre si su mujer llevaba los pantalones y le tenía que pedir permiso, esas chorradas, de hecho hasta mis propios amigos se reían de él cuando venían a casa y lo encontraban fregando, por ejemplo, y esas cosas le fueron quemando, se sentía fuera de lugar, frustrado. Al principio su actitud intentaba ser didáctica, dar ejemplo, pero como no funcionaba se fue viniendo abajo. Aunque con los años volvió a ponerse las pilas con las tareas y con la actitud, también porque los tiempos empezaron a acompañar. Los setenta y los ochenta fueron la peor época. Si te miran bien es fácil venirse arriba y si te miran como a algo ridículo es difícil que no te acabe afectando".

Raquel tiene hoy treinta y siete y su madre lleva cuatro décadas siendo agente inmobiliaria, mientras su padre, que se quedó sin trabajo cuando ella era una niña, asumió el papel de amo de casa. Ambos se armaron de valor para afrontar esa presión social que ya se esperaban: "Mi madre y mi padre eran los dos conscientes de que se iban a encontrar prejuicios y siempre iban con la escopeta cargada. Ella siempre ha tenido un carácter fuerte y se la consideraba un poco marimacho, tanto en el trabajo como en el vecindario y en la familia. Recuerdo que me hablaran a mí de ello, preparándome para responder a críticas que por supuesto llegaron”.

"Cuando te preguntaban en el colegio a qué se dedicaban tus padres la mayoría de niños decían que su padre trabajaba de lo que fuese y la madre era ama de casa. A veces trabajaban los dos, pero en casi todos los cursos fui yo la única de toda la clase con la situación al revés, y sorprendía mucho para mal, como si fuese algo incorrecto. A mis propios abuelos paternos les molestaba de alguna forma, consideraban que mis padres no estaban ninguno donde tenían que estar, que ella no sería capaz de trabajar bien ni él de llevar la casa bien. Ambos demostraron que podían pero entre mis diez y mis quince años estábamos los tres muy asqueados de oír los mismos comentarios. Yo me sentía orgullosa de mi familia y al mismo tiempo a veces deseaba que fuese lo que se considera normal sólo por dejar de vivir situaciones incómodas”.

El caso de Carolina, que tiene hoy cuarenta y cuatro, tiene aspectos en común con el de Raquel con un giro añadido de juicio popular: "Mi madre, que ya está jubilada, era auxiliar de enfermería, y mis dos hermanos y yo la recordamos siempre muy independiente, muy resuelta. Cuando éramos niños nuestro padre trabajaba y por las tardes venía una muchacha a ocuparse de nosotros, pero su empresa quebró y fue un drama tremendo. No le quedaba otra que quedarse con nosotros y cuando estábamos solos notábamos que le gustaba el ambiente casero, que jugásemos, preparar la comida, aunque hubo cosas que no llegó a controlar como hacer la colada. El problema es que de cara a la galería se le veía muy agobiado, y en parte lo entiendo porque en el colegio por ejemplo nos decían barbaridades sobre él o cuando venían amigos a casa mostraban extrañeza y desprecio. A finales de los ochenta se divorciaron y, aparte de que oí muchos comentarios asquerosos sobre que la culpa de todo la tenía mi madre por no haberle dado el trato digno que un hombre merece (oído de la boca de mi propio abuelo), resulta que ella volvió a encontrar pareja y que su nueva pareja estaba cobrando el paro. Son tonterías pero los rumores no dejaban de correr y nos reíamos por no llorar”.

En los testimonios recopilados podemos observar que a menudo no se ha tratado de una decisión consciente sino de una adaptación a las circunstancias las que convirtieron a estos padres en pioneros involuntarios, pero sobre todo lo que llama la atención es la enorme importancia que el entorno otorgó a una situación tan poco relevante como un simple intercambio de roles. Con el tiempo, parece que esa presión brutal empieza a descender, pero el caso de Ana, que tiene veintiocho años, confirma que aún queda mucho camino por recorrer: "Mis padres trabajan los dos pero ella es periodista y siempre ha pasado mucho tiempo fuera mientras que él ha ido teniendo trabajos más esporádicos de traducción que iba haciendo desde casa, así que se asumía que él se ocupaba del hogar".

"Bueno, pues cuando yo tenía nueve años era ya el 2000 y yo tenía que aguantar un montón de comentarios sobre si mi madre era muy mandona y mi padre muy blandengue, sobre si mi madre debería pasar más tiempo en casa y mi padre buscarse un trabajo de verdad. Se hacía pesado. Creo que las cosas han avanzado desde entonces, sobre todo en algunos sectores de la sociedad, pero no me parece que esté normalizado a nivel general. En cualquier caso yo siempre me he sentido orgullosa de que mi madre y mi padre hayan aguantado los dos con la cabeza alta”.