Lotería de Navidad: ¿qué pasa en tu cerebro para que te guste más un número que otro?

  • Existen varias razones que explican nuestra obstinación por determinados números y la creencia de que existen combinaciones bonitas y otras que son gafes. Este año, la favorita ha sido 14.320, la fecha de la declaración del estado de alarma.

  • Creemos que al elegir nosotros el número, tomamos el control de las bolas y alimentamos así nuestra ilusión de ganar.

Puede que pequemos de ingenuos, necios o incluso algo vanidosos cuando le pedimos al lotero un número concreto o una terminación en nuestro décimo de lotería, como si tuviésemos la certeza de estar apostando al ganador. ¿Qué pasa en nuestras cabezas para que lleguemos a subestimar la honestidad de los bombos de la lotería de Navidad con semejante caradura? Antes de que empiecen a voltear, alguien habrá verificado que todas las bolas son correctas y todos los números están ahí, cerrados herméticamente y con idénticas posibilidades de ser los elegidos. Sin embargo, nuestra confianza en el boleto que guardamos en la cartera se convierte en la fuerza motriz más poderosa durante la mañana del 22 de diciembre. ¿Acaso la fe no mueve montañas? Podría ser, si no fuese porque aquí no rige más que el azar. Es la verdad más elemental, pero nos encanta agarrarnos a ese pensamiento mágico que permite empoderar a nuestra mente por encima de cualquier circunstancia.

A medida que transcurra el sorteo, los alambres se irán llenando de bolas y presidente e interventor certificarán que todo se hace bien, pero nuestra fe se mantendrá firme hasta que en el bombo de premios no quede ya ni una sola bola y caigamos por fin en la cuenta de que el niño no cantó nuestro premio. Y lejos de sumirnos en la zozobra, seguiremos elucubrando para el año siguiente. Aun siendo aleatoria, la suerte hoy está abajo y mañana arriba. Algún día saldrá según lo previsto.

Apego emocional y otros autoengaños

¿Cómo entender nuestra obstinación por un número de la lotería? Kevin Bennett, profesor de la Universidad de Pensilvania y autor de un estudio publicado en 'Psychology Today', explica que, ante la posibilidad de hacernos millonarios, la cabeza se inunda de sesgos. El primero es un optimismo poco realista al pensar que, si elegimos nosotros el número, aumentarán las posibilidades de ganar. La confianza en uno mismo aquí se dispara y aparecen supersticiones como la que nos lleva a juzgar si un número es bonito o feo, como si unos llevasen inscrita la palabra fortuna y los otros fuesen unos cenizos. El segundo engaño sería la creencia colectiva de que, cuanto más tiempo lleve un número sin premio, más probabilidades habrá de que toque. Esta suposición explica que repitamos décimo cada año.

El tercer sesgo que describe Bennett sería la magia que impregna nuestras vidas por estas fechas por obra y gracia de la publicidad y su destreza a la hora de asociar el sorteo con lo mejor de nuestra condición humana: lealtad, compañerismo, ilusión, amor… Como vemos, el contexto es demasiado potente como para dejarlo en manos del azar. Entonces es cuando encontramos justificación a nuestras manías con los números y nos acorazamos en esa posibilidad de influir en el rumbo que tomarán las bolas dentro del bombo. "La elección de un número forma parte de ese pensamiento mágico que nos permite ordenar y controlar algunos aspectos de la vida", resume el investigador. Es antiquísimo y les sirvió a nuestros ancestros para dar respuesta allí donde la razón no llegaba.

Sin esa magia, perderíamos la sal de la vida

Al elegir un número determinado, establecemos una relación de causa y efecto sin necesidad de encontrar una lógica, casi a modo de hechizo con el que tratamos de atraer la fortuna. Este año el primero en agotarse fue el 14.320, que coincide con el día en que se declara en España el estado de alarma. En general, los números más buscados en esta edición coinciden con fechas clave de la pandemia, como los que acaban en 19, la fecha de notificación de los primeros casos en Europa, primer día de confinamiento o el inicio de cada una de las fases de la desescalada, según la Plataforma Independiente de Administraciones de Lotería (PIDAL).

El filósofo Fernando Savater dice que la superstición nace de la inseguridad, de la impotencia que nos produce aquello que no podemos controlar. Puede ser y por eso creamos una conexión emocional con el número al que apostamos: la matrícula del coche, el nacimiento de nuestro hijo, el aniversario de boda o una combinación de cifras que nos parece fantástica. Al final, es pura diversión. Ingenuidad en estado puro debido a que dejamos que el cerebro actúe desde el hemisferio emocional. Sea cual sea el desenlace en la mañana del 22 de diciembre, el efecto será reconfortante. Si fuese por la razón, no perderíamos un instante en sandeces, pero nos quedaríamos sin disfrutar del sentido folclórico de la vida.

Para Ignacio Morgado, catedrático de Psicobiología de la Universidad Autónoma de Barcelona, es una motivación incentiva. Es decir, la posibilidad de ganar activa las áreas del cerebro relacionadas con el placer y entra en juego la dopamina, un neurotransmisor que impulsa la búsqueda de eso que sabemos que puede ser bueno. Pero aquí aparece el último de los sesgos que menciona Bennett: realmente la felicidad no está en el bombo. Ni siquiera el gordo de la lotería sería garantía más allá de la euforia inicial. Por otra parte, la fortuna es un concepto demasiado subjetivo, tal y como demostró un experimento realizado para la cadena radiofónica BBC por el investigador británico Richard Wiseman. Se basa más en la actitud del jugador que en cualquier lógica matemática que pueda desprenderse de las cien mil bolas del bombo.

El empecinamiento por un número determinado se acentúa, según la psicóloga María Elvira Vague Cardona, en dos tipos de perfil de jugador muy definidos: el estratega y el supersticioso. Ninguno de ellos jugaría de forma aleatoria, pero el segundo necesita armar la compra del décimo con todo tipo de conjeturas y cábalas. Hay quien ha visto escribir los números en papelitos y esparcirlos por el suelo dejando que su gato olisquee los afortunados. Este tipo de comportamiento se vuelve especialmente delirante en personas que sufren un trastorno obsesivo compulsivo (TOC), cuya idea de convertir la posibilidad en certeza se vuelve patológica.

De forma más moderada, al final casi todo el mundo muestra preferencia por un número o una serie específica. Es tan común que la ciencia no deja de buscar explicación en ello. Los psicólogos japoneses Shinobu Kitayama y Mayumi Karasawa sostienen que la propensión a replicar nuestra fecha de cumpleaños es un reflejo de nuestro narcisismo. De hecho, las personas que no se gustan a sí mismas suelen evitarla. De acuerdo con sus experimentos, colocar la fecha de cumpleaños en cualquier producto se convierte en una estrategia de compra muy efectiva.

En la mística lotera, hay bonitos y feos

Es lógico tener un número favorito y asociarlo con nuestra buena o mala suerte a partir de una vivencia. La cultura popular tiene también su parte de culpa en ello. En la antigua Roma, el 7 significaba presagio. En la civilización maya, el 13 era sagrado. En la sociedad japonesa los regalos se intercambian en número impar. El 8 simboliza fortuna en China y el 4 infortunio. En Occidente, el 13 siempre se ha relacionado con la mala suerte, aunque no impide que sea una de las terminaciones más reclamadas. El 7, como cualquier otro impar, suele gustar. También los capicúas, los primeros en agotarse.

En la mística de la lotería, está claro que hay bonitos y feos. Y estos últimos se quedan a menudo sin vender. Suelen ser números bajos o combinaciones que repiten números. De momento, el 1 es el menos agraciado en este sorteo. Altos o bajos, feos o guapos, interesantes o aburridos, el bombo no discrimina y, matemáticamente, incluso al más repulsivo se le conceden las mismas oportunidades que al resto.