Compartir piso a los 50: hay el doble de 'seniors' viviendo así que hace diez años

  • Cada vez más personas maduras que se ven obligadas a cohabitar con amigos o familiares

  • Una especie de regresión a los 20 años: y no, no es lo mismo

Se supone que hay hábitos asociados a los años jóvenes y uno de ellos es el de compartir piso. Contradice, de hecho, la idea de estabilidad que se le presupone a la edad madura; la etapa del trabajo fijo, la pareja duradera y los hijos. ¡Ja! Hoy en día esas tres cosas no definen para nada lo que supone tener 50 años, y precisamente la ausencia de estabilidad hace que, por unas razones u otras, cada vez sean más las personas con canas que se ven en la tesitura de cohabitar con un amigo o un familiar.

Según el Informe anual de los pisos compartidos en España de 2019, solo el 8,53% de quienes comparten vivienda tienen más 45 años, pero cada vez son más: en 2011 suponían solo el 4,11%, la mitad. En general, es una tendencia al alza: en 2017, el portal Idealista publicó que la demanda de habitaciones compartidas se había disparado en un 78,1%. Si opinas que la subida de los alquileres tiene algo que ver estás en lo cierto: el Banco de España ha analizado los precios desde 2014 a 2019 y concluye que han aumentado de media un 50% en esos cinco años.

A José María, de 53 años, le habría gustado alquilarse un piso después del divorcio que firmó hace unos meses. Como no le llega el sueldo, ha vuelto a su casa de toda la vida, que es lo mismo que decir que comparte piso con su madre, de 85 años. "Chocamos muchísimo, hasta el punto de que me encierro en mi habitación y prácticamente solo nos vemos a la hora de la comida", dice.

"Sus manías, propias de la edad, se aguantan e incluso hacen gracia cuando vienes de visita, pero convivir con ello se me hace muy cuesta arriba". José María está saliendo ahora con una chica, y no tiene un espacio para disfrutar de intimidad con ella. "Aprovechamos cuando no están sus hijos en su casa. Como si fuéramos adolescentes evitando a los padres, pero al revés. Es surrealista".

Manuel, 55 años, se separó hace más tiempo. Vivía en Madrid, y tras la ruptura regresó también al nido familiar, en Gijón. Pero ha encontrado un trabajo que le obliga a bajar a la capital una semana cada mes. Para esas breves estancias encontró a un buen samaritano en la figura de un amigo suyo de toda la vida, que le cede una habitación. En otros tiempos vivieron juntos en armonía, pero ahora es diferente.

"Mi amigo está pasando por una etapa complicada, bebe mucho, tiene la casa hecha unos zorros. Fuma tanto que cuando vuelvo a Asturias tengo que dejar las camisas aireándose varios días. Y no puedo decirle nada porque estoy en su casa", se sincera con amargura. "Tiene una novia que entra y sale, y debo avisarle siempre antes de llegar no vaya a pillarles in fraganti". La parte buena es que le sale gratis; la mala, que tiene la sensación permanente de que sobra. "Creo que me ha lanzado varias indirectas. En breve tendré que buscarme una alternativa", se lamenta.

El trabajo llevó a Madrid al barcelonés David, de 46 años. Ha dejado en la Ciudad Condal a su novia, y ahora comparte piso con una antigua compañera de trabajo. En su caso la experiencia es positiva. "Redactamos unas normas de convivencia, que ambos respetamos. Por ejemplo, para el reparto de tareas y los horarios", explica. ¿No hay celos, fundados o infundados por parte de su chica, de la que le separan 622 kilómetros? "No. Ella confía en mí y yo estoy coladísimo por ella: aprovecho cualquier excusa para coger un AVE y plantarme allí", responde.

Compartir piso a los 50 no es como a los 20. Implica enfrentarse a sensaciones de provisionalidad, de falta de independencia, de desorden, que chocan con el espíritu reposado de quienes dejaron atrás todo aquello y buscan, ante todo, el tener su vida bajo control. Siempre que el cambio de domicilio no se produzca como apuesta personal, sino por obligación, una serie de elementos pueden dificultar la adaptación.

"La frustración por verse en lo que la persona puede considerar un retroceso constituye ya un hándicap para que se integre en una convivencia fluida y normal", indica Manuel Oliva, psicólogo clínico de Center Psicología Clínica. "Lo mismo que si la persona está muy deprimida, vive con mucha amargura, tiene un trabajo inestable o está en el paro: son factores que se unen para empeorar la convivencia”.

Por otro lado, entra en juego la incertidumbre. "No sabe cómo va a resultar la experiencia, qué le deparará el futuro… El estado psicológico de una persona en esas circunstancias va a ser peor, va a tener amargura, ira, y eso va a hacer más dura la convivencia. La tolerancia que uno tiene cuando está más tranquilo es mayor que cuando se ve en situaciones adversas como esta”, añade el experto.

El recorrido vital de la persona también influye. "Cuanto más diferentes sean las personas a nivel cultural, de experiencia de vida, más complicado resulta", señala. Si el cambio ha sido a peor —si la persona vivía, por ejemplo, en una buena urbanización y ahora se ha tenido que trasladar a un barrio más humilde— se complica la situación: "Va a pensar: 'No estoy a gusto con la vida que tengo'", dice Oliva.

Por último, está la mochila personal de cada uno. "A los 20 años te puedes adaptar mejor a los cambios y a las personas, pero a los 50 uno ya viene con sus manías, sus valores bien consolidados, sus creencias, sus ideologías, su planteamiento de vida, y en esas circunstancias uno es mucho menos flexible a la hora de establecer convivencia. Piensa: 'A mi edad ya no estoy para aguantar tonterías'. Hay gente que está acostumbrada a poner los pies encima de la mesa, y el otro no puede con eso. Ahí surgen conflictos porque cada uno lleva su mochila", continúa el psicólogo.

Pese a todo, muchas veces no hay otra opción que compartir piso. ¿Qué se puede hacer para suavizar la adaptación? "Lo primero sería elegir bien el entorno y el tipo de personas: que sean lo más parecidas a uno. Hasta que uno no convive, no conoce bien a la gente, pero ese primer filtro hay que tenerlo. Es importante, además, ser asertivo, de modo que todo lo que le moleste lo pueda decir. No hay que guardárselo, porque se queda centrifugando como en una lavadora y un día estalla. Establecer normas bien definidas desde el principio. Se puede realizar un cuadrante, para que conste por escrito. Igual que uno se ajusta a normas en un contexto laboral, lo puede hacer en un contexto de convivencia", dice el psicólogo.

Ejercitar la empatía puede ayudar. "Si sé que me va a costar modificar mis manías y costumbres, debo entender que a los demás, también", dice Oliva. Como mínimo, hay que intentarlo: no es plan pasarlas moradas… en la morada.