Oficina, dulce oficina: hay que tener mucho cuidado con lo uno desea

  • El momento de despedirse por la mañana y decir «Me voy a la oficina» es la constatación de que la vida no es fácil

  • A medida que transcurrieron las semanas constatamos que dejar de ir a la oficina no era ninguna maravilla

Durante dos años, cada vez que salía de la redacción y me iba a casa, ya de noche, me decía lo mismo: ojalá explote el edificio. Me parecía que la voladura, siempre que la redacción estuviese vacía, traería más ventajas que inconvenientes. A veces imaginaba que me despertaban para darme la noticia y me giraba para dormir doce horas más. No estaba solo, y eso me evitaba sentirme mal por desearle el mal al edificio: otros compañeros tenían pensamientos parecidos. Había un veterano en la sección de nacional que en sus días grises se ofrecía a quemar el periódico con los dueños dentro. Por supuesto, eran solo humoradas que expresábamos sin creer de verdad en ellas, solo por reírnos o soñar despiertos. No eran nada, solo flujo de aire complicado, como denomina a las palabras uno de los hijos del magnate Logan Roy en la primera temporada de Succession. Nadie deseaba que la redacción saltase por los aires literalmente. ¡No éramos esa clase monstruos, por dios! Pero un poco sí que nos habría gustado.

El mito de la oficina como un lugar aborrecible, que te martiriza, remite a una historia viejísima, quizá al día que los individuos se unieron para trabajar y se dotaron de techo, sueldo, horario. En su peor versión, la oficina trae consigo caos, conflicto, ruido, riñas, ansiedad. En ella es posible, casi fácil, perder el tiempo ruinmente. Los choques de pareceres, las reuniones improductivas, las manías de los compañeros, las malas contestaciones, los acosos, las arbitrariedades, incluso los olores desagradables, de todo puede pasar en el lugar de trabajo. Para muchos, el momento de despedirse por la mañana y decir «Me voy a la oficina» es la constatación de que la vida no es fácil. Quizá sea llevadera, pero a costa de deparar pequeñas torturas, como tener que dejar tu hogar para adentrarte en territorio de chiflados. Es por eso que muchas personas se despiden de su familia, o de su perro o su gato, o si no tiene ni familia ni animales de sus mejores muebles, su tarima flotante o sus objetos queridos con un beso o con un adiós; por lo que pueda pasar.

La oficina es un lo que hay. No ofrece alternativas. O la tomas o la dejas. Quién te diera trabajar desde casa, a tu aire, te decías en los días de debilidad. Y entonces llegó la pandemia, se ordenó el confinamiento y millones de trabajadores se vieron abocadas a hacer en casa lo que hacían en la oficina, sin medios, sin ensayos previos, conmocionados. Era un sueño, pero dentro de una pesadilla.

A medida que transcurrieron las semanas constatamos que dejar de ir a la oficina no era ninguna maravilla. En unos casos te asfixiaba la soledad, en otros te ahogaba el exceso de compañía. Por no hablar del horario continuo, el aislamiento laboral, la conectividad permanente, y que ahora corrías con gastos que antes pagaba la empresa. La imposibilidad de vivir a tu aire algunas horas cada día, con lo que a menudo se compensan los defectos de la vida, lo trastocó todo. Pasaron más semanas y sucedió lo impensable: te viste añorando la vuelta a la oficina y sus encantos: el compañerismo, las charlas, los intercambios enriquecedores, la celeridad, las bromas, las buenas ideas. En fin, te quedó claro que ir a diario era lo peor, solo comparable con no ir nunca.